En agosto del año 1982, yo tenía 33 años
y hacía siete que ejercía la medicina en la especialidad de Psiquiatría,
habiéndome también graduado como Diplomado en Salud Pública, lo que me daba un
horizonte profesional más que promisorio. Sin embargo, sentía internamente la
imperiosa necesidad de vivenciar algún proceso diferente que me sacara un poco
de tanto trabajo intelectual y me diera la posibilidad de encontrarme cara a
cara con mis memorias emocionales y otras tantas cosas que había leído se
hallaban intactamente guardadas en el interior del ser personal, como en un
archivo de vivencias desconocido y a la vez celosamente escondido en algún
lugar de nuestra alma.
Por influencia de mi esposa y otras
personas allegadas a mi familia política me incliné por iniciar el camino de
trabajo interior que proponía la escuela de Yoga “El Sendero”, de la ciudad de
Córdoba, con una sucursal en Buenos Aires. Y fue así como el día 4 de agosto
del año 1982 me encontré vestido íntegramente de blanco, con una especie de
kimono con botones que permitía amplia libertad al cuerpo en general y a los
segmentos corporales en particular. Estaba ante mi primera clase de Yoga, dando
el paso inicial de un largo viaje al interior de mi mismo.
En general, por lo que escuchaba fuera de
“El Sendero”, mucha gente creía que el yoga era una gimnasia oriental destinada
trabajar los huesos y las articulaciones para mitigar los efectos de la
artrosis en la tercera edad, pero los que verdaderamente sabían algo
comprendían que en la disciplina milenaria había algo muy diferente a eso y
mucho más profundo.
El primer paso fue ir incorporando entre
mis actos automáticos los de las asanas o
posturas de las clases prácticas, en las cuales uno se tomaba un tiempo
para relajación muscular corporal previa y, al mismo tiempo, para ir poniendo
la mente en sintonía, teniendo el “Sendero” lugares muy especiales para eso.
Debo destacar que los maestros nos guiaban con suma pericia pero sin imponernos
ni siquiera la rigidez de los movimientos técnicos que uno suponía debían ser
lo más parecidos a un esquema pre determinado. Nada que ver, teníamos libertad
de movimientos, siempre que se intentara respetar el sentido de las asanas,
podíamos dejar de lado alguna de ellas, relajarnos más o menos durante la clase
y, al término de la misma, desperezarnos como si recién iniciáramos el día
después de un sueño reparador.
La respiración y el manejo muscular de
nuestro cuerpo nos era explicada con sumo cuidado por el profesor José Molluso
en clases especiales de técnica de yoga que, conforme fueron pasando los años incorporaron
enseñanzas especiales anti estrés, de pranayama, umbral del dolor, sonidos,
meditación, técnicas respiratorias, es decir una variada gama de elementos
corporales y mentales que podíamos aplicar directamente sobre nuestros cuerpos,
pero que por traslación intrínseca repercutían también en nuestra manera de
pensar y sentir lo que estábamos viviendo.
Pero, volviendo sobre los pasos iniciales
de esta verdadera travesía, “El Sendero” se caracterizaba por una metodología
que, a través del otorgamiento de cinturones de distintos colores, como en las
artes marciales, uno podía ir dándose cuenta de la profundidad del trabajo que
se iba produciendo en el aprendizaje que se estaba siguiendo a partir del día
que se inició el viaje peregrino en busca del si mismo.
El primer año, con dos clases semanales
promedio en la parte práctica y otras dos clases teóricas al mes, transcurrió
dentro del cinturón blanco, que nos daba el carácter de aprendices totales. Era
en las clases teóricas donde el maestro Héctor Borrás y su hermana “Negrita”
nos iban abriendo los ojos para la unificación total de mente y cuerpo, algo
que uno leía como objetivo por ejemplo de la Organización Mundial
de la Salud.
En las clases teóricas nos reuníamos un
grupo de aprendices de la misma graduación, es decir color semejante de
cinturón, para preguntar acerca de lo que se empezaba a sentir dentro de uno,
en la medida que íbamos avanzando en la toma de clases prácticas. De esa
manera, iban apareciendo de a poco sueños que uno podía recordar íntegramente o
por fragmentos entrecortados, recuerdos infantiles que a veces podían tener o
no tener un mayor sentido lógico, es decir comenzaban a surgir aquellas cosas
que de mucho tiempo atrás se habían mantenido guardadas en lo inconsciente.
Los maestros de teóricas contribuían con
sus observaciones y señalamientos a irnos abriendo los ojos y la mente, como
para que uno mismo de a poco y con pasos firmes y seguros fuera dándose cuenta de
vivencias, recuerdos, experiencias, miedos, angustias y más cosas que nos
pasaron en la primera infancia y que fueron a un depósito del inconciente donde
no teníamos llegada por la vía del pensamiento o el razonamiento personal.
Quiero destacar y agradecer la calidad de las respuestas que recibíamos de los
maestros, para poder convertirnos a partir de lo que ellos nos señalaban y
enseñaban, en los exploradores individuales de nuestras propias mentes.
Recuerdo como si fuera hoy el paso al
cinturón amarillo, un verdadero logro que nos iba dando también la valorización
que hacían los maestros de la disciplina acerca de nuestro trabajo, una tarea
que muchas veces se veía entorpecida por las resistencias internas a movilizar
el material inconsciente o porque a uno mismo le costaba aceptar la aparición
de elementos que parecían provenir de un archivo de memorias no deseadas.
Pero aquí también es importante destacar
que, en todas las clases teóricas y prácticas se nos alentaba a tener paciencia,
a dejar que las cosas fluyeran en cada uno de acuerdo al ritmo personal y que
no todos podíamos tener las mismas vivencias, porque la individualidad de cada
ser es algo tan propio y característico que marca a fuego las raíces de nuestra
propia identidad.
Después del cinto amarillo nos adentramos
al anaranjado y fue un trecho, un tramo o una etapa muy difícil del camino
porque a ese nivel de trabajo la movilización emocional empezaba a teñir
nuestras sensaciones y percepciones, poniéndonos frente a sueños y recuerdos
muy movilizadotes y a la vez esclarecedores de nuestros primeros conflictos
inconscientes provenientes de la esfera afectiva. Pasar el cinto naranja fue
todo un desafío porque implicó exponernos ante nosotros mismos en un trabajo
que iba cobrando sentido en la medida que avanzábamos por un camino que, desde
lo retrospectivo que veníamos trayendo de la primera infancia ahora teníamos la
posibilidad de enfrentar una prospectiva de vida diferente, mucho más clara y
evidente que lo que nosotros alguna vez pudimos sospechar con solo recordar el
pasado.
En la escuela de yoga de El Sendero,
todos sabíamos que pasar el cinto naranja no era tarea fácil ni desafío
enfrentado por la totalidad de los alumnos, ya que siempre, como en cualquiera
de las otras etapas, había gente que se iba, que dejaba la disciplina, por un
motivo u otro, bien explicada la deserción desde lo consciente. Lo que la gente
no sabe es que el material inconsciente es maestro en crear resistencias y
represiones, en tanto animarse a elaborarlas nos obliga a liberarnos de
condicionamientos internos desconocidos que los traemos desde la cuna, o desde
el mismísimo vientre materno.
Pasar al cinto verde fue muy lindo no
solo por el color en si, ya que habiendo salido de la turbulencia emocional del
naranja, nos introducíamos ahora a vivencias que ya estábamos mejor preparados
para enfrentar. No es que hubiera cintos más fáciles o más difíciles, si es que
éramos alumnos que avanzábamos por un camino que, conforme se nos iba
despejando, lo que venía por delante era algo que estábamos mejor preparados
para ver y aceptar, por muy doloroso que fuera y, en algunos casos, así lo era,
mientras en otros no lo era tanto.
El cinto azul fue otra etapa de avances
significativos, despejando como las catáfilas de la cebolla o el clásico
ejemplo de las “muñecas rusas” las capas del inconsciente, desde afuera hacia
adentro. La mano conductora de los maestros en toda esta experiencia era la
compañía de seguros que teníamos para poder soportar cosas que de otra manera
nos hubiera resultado sumamente difícil de aceptar de nosotros mismos. Además,
en las clases teóricas, donde rara vez éramos menos de veinte personas y
escuchábamos más o menos una decena de testimonios, lo vivenciado por nuestros
compañeros muchas veces nos servía en relación a lo nuestro, lo cual nos fue
creando una confraternidad en el respeto
mutuo por lo que a cada uno le había tocado vivir en distintas instancias de su
vida emocional afectiva, familiar y social.
Cuando llegamos al cinto morado, creo que
fue el momento de fuego para adentrarnos de por vida y para siempre en la
disciplina. En alguna medida, se revivieron muchas de aquellas experiencias que
nos habían hecho tan difícil y doloroso el tránsito por el cinto naranja. Pero
ahora estábamos a varios niveles más profundos de elaboración y desde una base o plataforma que nos daba seguridad
y confianza. Llevábamos ya más de cinco años de práctica continua, habíamos
avanzado mucho en la técnica de las asanas, de a poco empezábamos a incorporar
técnicas alternativas de ejercicios y de respiración, para autoclima,
microclima y macroclima, una vibración energética muy efectiva corriendo desde
lo más alto de las cervicales hasta lo más bajo de las vértebras sacras, una
inspiración meditativa uniendo los dos hemisferios cerebrales, llevando el aire
hacia el interior y dejándolo fluir lentamente sin ninguna presión, junto con
una estimulación sensorial sobre los puntos de las sienes, todo lo cual nos
daba herramientas físicas de trabajo para un descubrimiento mental de nosotros
mismos.
Cuando un tiempo más adelante llegamos a
la graduación del cinto negro, creímos tocar el cielo con las manos. Pensábamos
que entraríamos en algo parecido a lo que había leído sobre el nirvana, o
ciertas descripciones místicas relacionadas con el éxtasis, pero como muy bien
nos fueron haciendo ver los maestros, esa era nuestra ilusión cuando empezamos
a transitar el camino de la disciplina.
Quizás muchos estereotipamos la idea de
que el camino era de sufrimiento al principio y de placer sagrado al final y
que a través de los distintos colores de los cintos, blanco, amarillo, naranja,
verde, azul, morado y ahora negro, había llegado el momento de descubrir la
esencia de la filosofía oriental. Pero nada de ello pasó porque el sentido del
camino, en sendero en si mismo no era eso, no era llegar a un oasis ni
encontrarse con el jardín de las delicias.
El cinto negro fue la etapa que nos puso
en nuestro lugar de practicantes de yoga avanzados, con experiencia que nadie
nos contó sino que nosotros mismos fuimos capaces de adquirir. Entonces ya no
podíamos creer en maravillas ni en paraísos interiores. Nosotros éramos lo que
éramos, tenía razón la famosa canción inglesa que decía I am what I am y uno es
nada más y nada menos que el fruto de su historia personal, pero una historia
que, con el yoga, logramos depurar, para dejar de echar culpas sobre terceros
acerca de lo que quisimos hacer y no pudimos, para poder asumir con sentido de
realidad los éxitos y fracasos personales, para confirmarnos a través de una
larga experiencia personal y única que nosotros mismos nos fabricamos nuestra
ventura y que no hay alma que no sea capaz de levantarse de su asiento.
Nuestra práctica continua del yoga en
nuestra querida escuela de El Sendero ya nos había inculcado la modestia de
saber que teníamos que seguir remando, contra los fantasmas que quedaron
encerrados dentro de nosotros en lo más profundo de lo inconsciente y que
nuestra práctica del ritual físico, más todas las otras enseñanzas
complementarias que se fueron incorporando en el tiempo formaban parte de una
etapa del camino que creo yo no estuvo en nuestra imaginación pero si en
nuestra realidad.
Como nos dijo un buen día el maestro José
Molluso en una clase teórica: “Ustedes ya han pasado el momento de elaborar
todo lo que tenían dentro de sus cuerpos y mentes y no podían hacerlo conciente
por todas las represiones y esas cosas raras que tiene la mente. Ahora tienen
que aprovechar todo eso para permitirse evolucionar. Recuerden que todo el
camino recurrido ha sido para empezar la evolución”. Palabras más, palabras
menos, yo entendí así lo que José nos dijo y tal vez algún compañero no lo haya
sentido exactamente igual que yo, por suerte, porque siempre fuimos un grupo
muy heterogéneo de personas que compartimos un aprendizaje, clases, maestros
enseñanzas, pero nadie debió sacrificar un milímetro de si mismo para
asimilarse o parecerse a un modelo pre establecido de conducta, comportamiento
o pensamiento.
El Sendero fue para nosotros una escuela
de libertad, pero de libertad en el sentido más amplio de la palabra, libertad
de elegir seguir o retirarnos, libertad de tomarnos cuantas vacaciones
quisiéramos, libertad de no tener que cumplir ningún horario rígido, libertad
de respetar normas externas e internas, libertad, libertad, libertad…..
Después del cinto negro, cuando ya
llevábamos varios años navegando el río del saber y el conocimiento interno,
los maestros nos dieron una nueva sorpresa, la graduación Zen, es decir una
raya roja sobre el cinto negro que, conforme fue pasando el tiempo y fuimos
avanzando por la profundidad, llegaron a ser dos, tres, cuatro y cinco o más…..
Cada graduación zen llevaba de tres a
cuatro años de trabajo profundo, de manera que las promociones más antiguas de
alumnos que nunca claudicaron en su práctica ya tienen hasta seis marcas en sus
cintos, siendo la mayoría de ellos practicantes que llevan más de treinta años
en la disciplina y hay también de todas las graduaciones internedias, sea de
avanzados o también de principiantes.
Hoy, El Sendero, más que una escuela de
yoga se ha convertido en una escuela de evolución y desarrollo humano, con
maestros que ofrecen una dinamia en permanente evolución para incorporar
técnicas y prestaciones que nos lleven a la expresión de las potencialidades
más profundas de nuestro ser. A lo largo
de estas tres décadas que llevo caminando por el sendero tengo para contarles
todo lo que he vivido y lo que he visto vivir en muchos compañeros.
Creo que es una experiencia invalorable
desde muchos puntos de vista, mucho más digna de ser vivida que de ser contada.
Entre las cosas increíbles que he visto y compartido está el trabajo de por lo
menos dos compañeros que, en algún momento de su vida se vieron internados en
instituciones psiquiátricas de prestigio con diagnóstico de Esquizofrenia, lo
que les significó una jubilación prematura por invalidez en sus respectivos
trabajos, de modo que la patología mental se puso claramente de manifiesto
tanto en instancias médicas cuanto en instancias legales o administrativas. Y
esas personas, haciendo el mismo trabajo que yo y el resto de los alumnos
fueron logrando recuperar su contacto con la realidad, llegaron a identificar
las causas vivenciales de tanto padecimiento y lograron adaptarse normalmente a
una vida natural, sin limitantes significativos y, por sobre todo, sin ese
déficit “residual” que marcan todos los manuales sobre Esquizofrenia en que
quedan la mayoría de los pacientes que, de alguna forma, logran estabilización
y normalización de sus conductas.
Debo reconocer también que, además de
todas estas cosas que he relatado con la mayor objetividad, aprecio en el día
de hoy que, a diferencia de cuando yo empecé a transitar El Sendero, hace
treinta años, ya no hay con la fuerza de aquel entonces tantas personas
dispuestas a afrontar un desafío semejante. La forma como han proliferado las
técnicas de terapias breves, la Programación
Neuro Lingüística y otras aplicaciones psicoterapéuticas
modernas, además de un sentido de la vida que lleva a que todo tenga que ser
breve y poco duradero, me parece que restan desde afuera la posibilidad de que
muchas personas, como los que nos lanzamos de lleno a este desafío en el
despuntar de los años 80, se animen hoy a efectuar la travesía interior que
hicimos nosotros en busca de nuestro destino trascendente.
Por eso creo que, los alumnos avanzados
de El Sendero debemos hacer un esfuerzo para mostrar todo lo que nuestra
escuela nos dio y todavía nos da para nuestro propio descubrimiento, crecimiento
y evolución dentro del género humano. Por todo ello, muchas gracias a los
maestros e instructores con quienes aprendimos que, el camino de la vida
arranca mucho antes de nuestra concepción y termina mucho más allá del momento
en el que al abandonar la presente dimensión nos abramos a un nuevo despertar….
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