miércoles, 19 de septiembre de 2012

Adicciones:salir del laberinto


Creo que es importante aclararlo desde el primer párrafo: el presente apunte y el siguiente son adaptaciones a la temática tomadas del libro “La bipolaridad como  don”, de Eduardo H. Grecco.
La adicción no es una enfermedad irreversible, tampoco algo totalmente negativo como un mal que es necesario suprimir a cualquier precio y cuanto más pronto mejor, ni un castigo eterno para soportarlo toda la vida. Por el contrario, es una conducta enferma, pero a la vez plena de sentido. Es el fruto de una creencia equivocada, de una condición autoinducida en la cual se permanece atrapado largo tiempo, pero que es posible dejar atrás.
La adicción entra en el grupo de las creencias que funcionan como automatismos, como supuestos que se dan por hechos y sobre los cuales ya no vale la pena ni interrogarnos ni reflexionarnos. De modo que se convierten en puntos de vista sobre la realidad que no admiten discusión. Pero, para superar un problema, y la adicción vaya si lo es, hay que buscar soluciones diferentes, cambiar la mirada con la cual se intenta resolverla y no insistir por los mismos caminos que no han dado resultados.
Conforme avanza en la vida del adicto, la adicción crea la sensación de no poder escapar a un destino, que se repite una y otra vez, lo que se experimenta hondamente e inunda la conciencia, al punto que se transforma en la única opción que se visualiza como posible en la existencia. Esto no significa que esta creencia del adicto sea verdad, sino por el contrario, es una ilusión que forma parte de las trampas con que la misma enfermedad acecha a la persona que la lleva a cuestas.
Cuando toma conciencia de su adicción, el adicto se siente atrapado, amarrado, a merced de algo que lo domina, que lo posee y lo manipula como si fuera una marioneta, cuyos hilos opera él mismo, vaya a saber desde qué profundidad de su propia conciencia. Todo lo cual forma parte de una vivencia de aniquilación de la autonomía, del libre albedrío, conformando una especie de pérdida de la identidad, que penetra muy profundamente en el corazón de la estructura y la historia del paciente adicto.
De ese modo, al dejar de sentirse autónomo y empezar a sentirse esclavo de su adicción, al no saber muy bien quién es y al vivir la falta de libertad interior como un destino, el adicto reacciona alternadamente, ya sea con la exaltación extrema de la manía por la sustancia que lo domina, o con la dolorosa resignación total de la depresión post ingesta de droga.
Lo más difícil de todo es intentar romper el camino que conduce a este circuito en el que la persona cree estar prisionera, para lo cual no sobran opciones, yo diría que son muy pocas las alternativas disponibles: 1) El contacto con una productiva relación de amor a otra u otras personas; 2) La fuerte convicción interna de que es posible iniciar un nuevo proyecto personal de vida  que permita restaurar la autoestima perdida. El objetivo es encontrar un "eje" que convierta el vaivén u oscilación entre la manía por la droga y la depresión posterior, en un movimiento constructivo y no en un sufrimiento.
"Cambiamos incesantemente", dijo Jorge Luís Borges y agregó: "Cada lectura de un texto, cada re-lectura del mismo, cada recuerdo de él, van renovando permanentemente ese texto, de la misma forma que se renovaba el curso del agua en el famoso río de Heráclito". Desde una nueva perspectiva más o menos así, habría que ir considerando a la adicción no tanto como un obstáculo insalvable, sino como un camino de aprendizaje y crecimiento personal.
La adicción crea un desafío para el adicto: despertar un conjunto de talentos interiores apagados o dormidos, los que bien llevados a la acción serán sus elementos para superar y sanar de la adicción. Quien logre realizar exitosamente ese camino tendrá razones para bendecir a su adicción, porque le permitió afrontar uno de los compromisos más duros a los que puede enfrentarnos la vida cotidiana y le permitió encontrar dentro de si mismo los elementos para superarlo. No es fácil ni sencillo ganar esa batalla, pero basta por el momento con estar decidido a dar batalla...El resultado final de la ecuación sería algo así como: A pesar de la adicción sufrí lo que sufrí, pero gracias a ella aprendí lo que aprendí, por lo que hoy dejaré de seguir sufriendo, dejaré de generarme crisis y dejaré de hundirme cada vez más en el abismo de la resignación y del temor.
En algún punto de este proceso de observación de la realidad el adicto debe darse cuenta, ayudado por su terapeuta, un aliado de verdad, que no conviene seguir insistiendo en la búsqueda del mismo placer, que el problema no es el simple uso abusivo de una sustancia determinada, sino que el problema verdadero está en la falta de comprensión de las fallas que le impiden al adicto aventurarse a construir nuevos y diferentes paradigmas de vida para orientar su lucha contra la adicción.
En las adicciones, cada síntoma no solo es la manifestación externa de un conflicto y el producto de la supresión de un afecto, sino también el resultado de una potencialidad que transita por caminos equivocados. Así, al indagar sobre la personalidad profunda del adicto, se puede descubrir que su oscilación emocional entre la manía por la droga y la depresión posterior al episodio de ingestión, tapa u oculta otra serie de cualidades positivas que podrían formar parte del modo de ser de esta persona enferma. 
En todo adicto hay que tratar de descubrir y movilizar capacidades que están latentes en él, como capacidad creativa, pensamiento lateral para resolver problemas, imaginación activa, intuición, empatía en las relaciones humanas, distintos matices emocionales, pensamiento en imágenes, curiosidad por resolver sus problemas, mirada holística de la vida, en fin, un sinnúmero de posibilidades que están en la matriz existencial de todo ser humano viviente con su sistema nervioso íntegro.
Uno puede preguntarse por qué disponiendo de tales dispositivos las personas adictas no pueden escapar de un esquema de reiteración y de inestabilidad extrema. Es que en el adicto, a la par de su adicción, se va consolidando como pensamiento o creencia la no salida de esta condición repetitiva, como si fueran individuos enfermos de una patología sin esperanzas, esclavos de una situación que deben aceptar con resignación y sin recursos combativos propios. La inestabilidad emocional del adicto es más el fruto de la falta de comprensión de sus virtudes potenciales que de una estructuración patológica de la misma. Si su condición de adicto, asumida como tal, se ha convertido en un estigma en la vida de una persona, es porque esa persona ha sido tratada desde el principio como tal y no porque realmente sea un ser estigmatizado. De manera que la adicción, en lugar de ser enfrentada como una etiqueta cargada de vergüenza y fracaso personal, debería pensarse también como el resultado de prejuicios con los que, tanto la terapéutica clásica como la misma sociedad, estigmatizan algo de lo cual no comprenden su esencia profunda.
Los adictos carecen fundamentalmente de un punto de orientación pero, cuando pueden llegar a construir y manejar ese punto de referencia, ese giroscopio interior que les haga ver en forma diferente la realidad, lo que inicialmente aparecía como la mayor dificultad puede comenzar a desaparecer. El adicto carece de coordenadas vinculares y esta carencia es la que hay que tratar de remediar, procurando que su lugar lo ocupe una "relación guía" (el terapeuta) ya que la falta de ese eje provoca confusión y ante la emergencia de tal estado psíquico la inestabilidad y el consumo aparecen como una respuesta defensiva.
Al trabajar desde esta perspectiva y aplicando una metodología destinada a que la persona adicta cree un "vínculo interior referencial", una báscula mental que le sirva de guía para alejarlo de los cambios extremos y de la confusión que le generan muchas situaciones cotidianas de la vida, los logros que se pueden alcanzar serán sorprendentes.
Hay cosas que el adicto no puede representar, que le generan desorden, desorientación, caos y desconcierto. Entonces su oscilación emocional es la respuesta y la conducta adictiva la manifestación. Entonces, de nada sirve que le digan a un adicto "tú tienes que ser estable" cuando él siente que vive en la oscilación y que lo que le piden es incomprensible desde su situación. Por eso, la estabilidad que el adicto debería alcanzar no debe provenir del afuera ni tratar de imponérselo desde lo exterior, sino que tiene que surgir como una referencia interior y no puede equivaler a la detención y la quietud sino a un movimiento positivo con sentido y proporción. No hay que pretender que el adicto deje por completo de oscilar por una orden sino hay que tratar de reducir la desproporción de la oscilación, acortar el eje del vaivén emocional.
Los pacientes adictos nos tienen que enseñar como todos los demás pacientes lo que los terapeutas tenemos que aprender para ayudarlos. Hay que poner máxima atención sobre ellos, sus manifestaciones, escucharlos y valorar sus puntos de vista. Es común observar el hecho de que las dificultades y sus desdichas vinculares afectivas llenan sus biografías. Es notorio el deseo de ser aceptados y amados, lo que los lleva a establecer relaciones a cualquier precio, construidas desde la necesidad y dependencia en lugar que desde el amor y el crecimiento. Esto queda patentizado desde el momento de nacer
.
En el momento de nacer y luego del corte umbilical, el ser humano se convierte en un ser desvalido, es decir, en alguien que no puede valerse por si mismo para satisfacer sus necesidades básicas. Es otro, o son los otros, sus padres, quienes cumplen esta función. Si ese recién nacido no recibe protección, afecto, cobijo y nutrición, se hunde en el desamparo.
Esta vivencia es fundamental en todas las personas, al punto de que el bebé va desarrollando, con el paso del tiempo, un complejo mecanismo psicológico de defensa.
El mismo consiste en transformar esa sensación de desamparo, presente a cada instante de su vida, cuando llora, cuando tiene hambre y le postergan la comida, en una creencia que va cobrando cuerpo dentro de si: si no me dan lo que requiero es porque no lo merezco y, si no lo merezco, es porque soy indigno.
Tal sentimiento de indignidad, sobre todo en la niñez, cuando se va desarrollando el yo consciente, aparece como una constante en el inconsciente de los adictos.
Es por eso que el adicto, en algún momento de su vida juvenil, suele ser un niño pródigo, muy generoso porque mediante lo cual pretende comprar afectos y reconocimientos que sanen su estima dañada.
Ahora bien, cuando no los recibe como él quisiera, se va desarrollando en su interior una profunda indignación, por sentir que es tratado injustamente.
Esta indignación interna lo hace oscilar muy rápido entre el vaivén maníaco de llamar la atención, crisis incontenible de consumo de la droga, hasta la profunda depresión de indignidad que le sigue al episodio anterior.
A esto se une una especie de incapacidad muy característica de los adictos en el sentido de establecer vínculos patológicos que luego le resultan imposibles o muy difíciles de cortar.
El adicto es una persona con enormes dificultades para pronunciar dos palabras y más aún para convertirlas en hecho: "Basta" o "No te quiero más", ya que tal condición forma parte de la vivencia oscilante, según la cual una relación que acaba puede implicar una muerte posible del Yo, es como que en cada corte se pone en juego la posible aniquilación de la propia identidad y no como una metáfora dolorosa sino como la más cruel de las realidades.
Estas circunstancias, la herida en la autoestima y el temor de auto aniquilación ante la pérdida de un afecto, llevan a los adictos a establecer vínculos enmarañados y destructivos, que son la expresión de una profunda y entrañable confusión en el mundo de sus emociones.
Ante esto: ¿Qué suelen hacer habitualmente los terapeutas de cualquier escuela psicológica tradicional?
Recomiendan cautela, distancia, inacción, proporción y abstinencia, todo lo cual implica por parte de dicho terapeuta no haber asimilado lo que realmente acontece en el mundo interior de ese paciente, porque dichas palabras, esos conceptos, son poco menos que irrepresentables en la conciencia oscilante del adicto.
Por eso creo que el primer paso que deben dar juntos el paciente y el terapeuta es abandonar la concepción fatalista de la adicción.
La adicción es un problema de salud, no es una condena, ni una condición irreversible, ni un destino irrevocable ni una atrofia del desarrollo del ser, aunque potencialmente pueda llegar a ser parte o todo de eso.
Cuando se avanza juntos, paciente y terapeuta, por un camino pedregoso y resbaladizo, en el sentido de la des-dramatización de la adicción, puede ocurrir que podamos comenzar a ver el problema como lo que realmente es, despojado de prejuicios, pudiéndose lograr entre ambos una correcta y objetiva perspectiva sobre la afección que preocupa por igual a ambos.
El segundo paso consiste en considerar que la persona adicta muestra, por medio de sus síntomas, la máscara de una potencialidad mal utilizada que, cuando logra ser canalizada adecuadamente, se transforma en fuerza creativa. 

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