miércoles, 19 de septiembre de 2012

La identidad transferida


Período particularísimo de la vida, la adolescencia marca un momento muy especial en la maduración psicológica de la persona humana. Es la instancia psicobiológica en la cual el Yo debiera empezar a afianzarse en la adquisición de una identidad con el si mismo.
Sin embargo, este pasaje del niño ligado fundamentalmente al pensamiento de los padres, hacia la independencia de las ideas y de los actos, suele convertirse en una transición que no siempre es esclarecedora.
Los jóvenes creen tener claro que ha llegado el tiempo de ser ellos mismos pero, de su intencionalidad a los hechos concretos, hay un camino con más espinas que rosas. La confusión reina soberana en un proceso en el cual la mejor receta sería: no pregunten chicos, su propia experiencia les va a enseñar.
Lamentablemente ocurre con demasiada frecuencia que, tanto los padres como las chicas y los muchachos, cada uno de ellos desde su posición de "seguridad", tienen todos miedo a permitir y permitirse tomar clases directamente a partir de las circunstancias vitales.
Los progenitores con hijos adolescentes lo consideran demasiado arriesgado y los de la nueva generación se atrincheran en sus propios temores e inseguridades. De esa manera, las cosas empiezan a cambiar por fuera, mientras el verdadero cambio, el interno, comienza a atrasarse o postergarse sin una fecha clara de definición.
El arranque de esta etapa del desarrollo psicoemocional de los jóvenes suele coincidir, en la cronología de la educación sistemática, con el pasaje de la escuela primaria a la secundaria. En lo puramente biológico, es el período en el que se van apreciando los efectos de las hormonas sexuales y de crecimiento, vertidas en la circulación general desde las glándulas secretoras.
Indudablemente, cuesta un poco unificar todo esto, ya que el cerebro avanza con cierto ritmo, los músculos con el suyo, los órganos genitales hacen sentir su presencia con deseos y desarrollos explosivos; en fin, es como una enorme corriente de agua que encuentra cataratas y remansos.
En medio de ese curso turbulento, donde se mezclan la química y los sentimientos, encontramos en los jóvenes el despertar a la realidad de su cuerpo y del mundo, de una pequeña persona que quiere dejar de ser "chico" para empezar a ser considerado de otra manera, tanto por los padres y familiares cuanto por la sociedad.
Pero se trata de un individuo nuevo que todavía no asimiló ni el proceso ni las explicaciones de sus cambios físicos y psíquicos, aunque intuye y reclama permisos en nombre de derechos que, hasta entonces, no le correspondían ni le pertenecían.
Ese es el adolescente que, hasta entonces, vio todo y entendió casi todo desde su casa, pero que ahora busca la expansión de su ser fuera del hábitat que lo contuvo en la niñez. Llegó la hora de salir a buscar en el exterior, en eso que se ha dado en llamar macro clima, la oportunidad para demostrar que ese joven es capaz de elegir o rechazar, de tomar decisiones personales y hasta de elaborar un proyecto de vida propio. Pero, cuántas equivocaciones se cometen en el trayecto.
La primera de ellas tiene lugar en el ámbito de la familia, porque el joven, en su afán por diferenciarse de sus padres y los otros mayores, suele adoptar actitudes de rebeldía que, muy pocas veces, lo llevan a buen puerto.

El padre, primer ídolo que cimentó el niño, es el primer "muñeco" derrumbado por el adolescente. No suele darse en los varones la competencia que es mucho más frecuente en las mujeres, entre madres e hijas, sobre todo cuando entre ellas median apenas veinte años de diferencia, o menos.
Mientras tanto, el cuerpo crece a pasos agigantados. Con la mente no ocurre lo mismo porque ésta sube y baja, asemejándose a un doble abismo desde el cual uno puede proyectarse a lo más alto o caerse a lo más bajo. Tales extremos están muy cerca, uno del otro, en el mundo de los adolescentes.
Es una instancia vital en la cual se produce una situación paradojal, que suele durar varios años, y de la que la juventud no tiene una percepción clara. Resulta absolutamente lógico que, el adolescente, a partir del instante mismo en que adquirió estatus de tal, empiece a tratar de modelar los perfiles de lo que será su personalidad.
Ese trabajo, que debería ser el principio de una obra maestra de la originalidad individual, por lo general no se cumple de esa manera. El adolescente rompe, o quiere romper, con el modelo de la obediencia y el respeto a los adultos.
Pero, en lugar de hacerlo a partir de si mismo, asumiendo sus responsabilidades y eventuales errores, lo que hace en la mayoría de los casos es correr desesperado y ansioso en busca de un grupo compuesto por él y otros adolescentes, en donde vuelca y proyecta su identidad.
Así, en lugar de convertirse la adolescencia en el punto del nacimiento de la persona individual, pasa a ser un período intermedio en el cual todo lo que tenga que ver con pensamientos y acciones se transfiere al grupo.
Es muy común ver hoy "teen-agers" absolutamente incapaces de tomar una decisión personal mínima, como por ejemplo definir a dónde irá a bailar el próximo sábado. Todo tiene que pasar por la aprobación del grupo y, en definitiva, habrá que ir, hacer o decidir, lo que el grupo resuelva.
O sea que, hay una clara transferencia de lo que debiera ser el despertar de la conciencia íntima, hacia una construcción grupal que es hecha y deshecha por los propios jóvenes en medio de su "no saber que hacer".
Este período, de total adherencia y sumisión al grupo, suele ser una de las características más llamativas de la sicología de los varones y las mujeres entre los 14 y los 16 años, cuando no se extiende un poco más todavía.

El grupo es el que aprueba y desaprueba, el que impone lo que está bien y lo que está mal. Son muy pocos los adolescentes que escapan a esta regla general, en una variada gama que va desde los excesivamente tímidos hasta los más atrevidos.

No me parece esta transferencia del Yo al grupo el camino más adecuado para la maduración síquica de un joven. Creo que se llega tan fácilmente a esto porque son los padres quienes no saben enseñar a sus hijos la sabia y paciente tarea de enfrentarse a si mismos.

En este primer decenio del Siglo XXI que ya llevamos recorrido, el fenómeno de identidad transferida es algo que creció enormemente, dando lugar a algo que se dio en llamar “las tribus urbanas”, es decir agrupamientos de jóvenes totalmente ciegos a otra cosa que no fuera la identificación grupal, determinada por un tipo establecido de prendas de vestir, el color o el corte del cabello, la utilización de patines o patinetas y una enormidad de pequeños códigos de pertenencia, todo lo cual es indicativo de una inmadurez no solo psicológica sino también afectiva.

Lo grave es que no todo termina en una acción o actitud pasiva de sumisión a las reglas particulares dictadas por un grupo, sino que ello conlleva también una intervención muy activa y además agresiva hacia otros que no se visten de la misma forma, que no se desplazan igual por las calles, o se pinten el pelo de otro color.

En la Argentina, muchos jóvenes se identificaron con el grupo de los denominados “Floggers”, observándoselos en conjunto en plazas, parques y paseos, mientras otros directamente desde sus casas adoptaban las costumbres y hábitos externos, trasladándolos incluso hasta sus lugares de estudio, los colegios.

Fue precisamente en ámbitos de esa naturaleza donde se dieron las agresiones más violentas, con heridos graves y algún caso de muerte. Además, utilizando los medios de comunicación más modernos, o sea las redes interconectadas por computación, se enviaban todo tipo de mensajes cargados de agresividad y veladas o explícitas amenazas.

Todo esto nos demuestra que entre los jóvenes de hoy se viven situaciones personales cargadas de conflictos que no se resuelven por las vías habituales. Los desajustes entre las parejas parentales, la inestabilidad de las mismas, los cambios permanentes de compañeros de vida, crean mucha confusión y marcada hostilidad entre hijos que no soportan las vivencias de los adultos que debieran ser sus marcos de referencia.

Siguiendo evolutivamente lo que ha sido la formación de la identidad en los jóvenes, en base a mi experiencia personal puedo comparar lo que fue mi época, entre los años 60 y 70 con la actual, entre el 2000 y el 2010, notando diferencias más que significativas por la misma evolución que tuvo el mundo.

En aquellos tiempos de segunda mitad del Siglo XX, las relaciones paternas eran mucho más estables, aunque ya comenzaba a producirse el cambio que se iría acrecentando en los últimos decenios. Existía una especie de regla de oro en la relación de padres a hijos adolescentes, según la cual los progenitores inculcaban con toda la fuerza de sus convicciones en los jóvenes la cultura del trabajo o del estudio.

Según esa pauta, desde los 12 años en adelante no había mucho margen para cultivar ideas existenciales muy apartadas de un doble camino a elegir: si había posibilidades económicas e inteligencia suficiente, la meta era el estudio y las carreras tradicionales el rumbo a seguir. Recién empezaban a insinuarse salidas laborales diferentes a partir de estudios no convencionales, pero que seguramente lo serían en el futuro, de un mundo que ya empezaba a acelerar cambios significativos en su organización y desarrollo.

El no poder afrontar el estudio universitario implicaba tratar de cerrar el ciclo de la enseñanza secundaria y entrar en un trabajo estable, que podía ser dependiente del Estado o también la participación en algún tipo de actividad o negocio familiar. El mandato a los jóvenes era claro: “Si no vas a la Universidad, ponete a trabajar”…

Las mujeres, en ese aspecto, fueron ganando posiciones de manera sostenida incluso en carreras que no eran objetivos habituales del sexo femenino, como la ingeniería, la geología y las ciencias económicas. También fueron haciendo sentir su derecho al ingreso en el mundo laboral y las administraciones públicas y privadas receptaron a muchas de ellas.

Pero las relaciones humanas siguieron cambiando a un ritmo cada vez más vertiginoso y la influencia de los padres sobre los jóvenes dejó de tener el peso que siempre había tenido. Gran cantidad de jóvenes se rebelaron frontalmente contra los mandatos paternos e incluso se convirtieron en los críticos más severos de sus padres, a los que pasaron a considerar como fracasados.

Entonces, los padres, como figura primaria de identificación, como piedra fundamental y determinante de la identidad, se fueron derrumbando de la noche a la mañana y así se fue cayendo de manera paulatina y progresiva en esos vínculos de identidad transferida y en esos grupos de jóvenes adictos a cualquier cosa menos a las tradiciones, en especial las tradiciones heredadas.

Hoy la juventud se debate en mil dilemas, porque directamente no acepta como válida y orientadora de su vida la experiencia previa de sus padres. Tampoco tienen ellos la claridad mental suficiente como para captar por si mismos la formas de abrirse un destino trascendente. Y entonces van cambiando de estudios como de camisas, se toman “años sabáticos” que no son otra cosa que el producto de su desorientación y van cavando su propia caída en frustraciones precoces. No les ocurre esto a todos, por supuesto, pero si a muchos, demasiados tal vez.





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