Dalí vivió con la muerte desde que respiró y
ella lo fue matando con una voluptuosidad fría, solamente comparable a su
lúcida pasión por sobrevivir a cada minuto y a cada segundo de su conciencia de
ser. Su lucha contra la muerte fue una tensión continua, obstinada, feroz y
terrible, como que su juego supremo era imaginarse muerto y luego devorado por
los gusanos.
Dalí sentía con placer escatológico como
después de la muerte su cuerpo se iba degradando, porque él decía haber vivido
la muerte antes que la vida. ¿Por qué? Porque antes de nacer tuvo un hermano,
también llamado Salvador, que murió de meningitis a los siete años de edad,
tres años antes de nacer Dalí. Aparentemente, ese primer Salvador Dalí era un
niño de genio, gracia y belleza, cuya muerte constituyó un golpe terrible para
sus padres, que nunca pudieron despegarse de su figura, menos aún cuando nació
Salvador II, como llamaríamos en esta etapa a nuestro personaje. Precisamente,
Dalí diría mucho más tarde que los rastros de su hermano muerto los fue
encontrando en todas partes, a medida que crecía y se despertaba en él su
sentido de la observación. Su hermano muerto era una presencia viva en
retratos, vestidos, juguetes y en la memoria de sus padres.
Esa continua presencia del hermano muerto,
recuerda Dalí, él la sentía como un verdadero trauma, como un robo del afecto
paterno. Desde entonces, es decir desde sus primeros años, puso Dalí todo su
empeño en superarse, en una cruzada infantil a la que él llamaba la lucha por
reconquistar sus derechos. ¿Y de qué forma lo hacía? Procurando llamar la
atención, tratando de atraer hacia él todo el interés de familiares y amigos.
¿Y a qué apelaba? A la agresión permanente como una constante. Vincent Van Gogh
vivió en su infancia una situación muy parecida con un hermano mayor fallecido
con su mismo nombre. Ah... pero él enloqueció y yo no, diría Dalí. No obstante,
también reconoce Dalí que él, en persona, vivió el horror de ser recibido en este
mundo por el fantasma de un hermano muerto. Al nacer, dice Dalí, puse mis pies
sobre las huellas de un muerto, de un muerto que había sido un bienamado y que,
a través de mí, se quería seguir amando. Esa fue la peor herida narcisista que
sus padres le infligieron el día de su nacimiento y que Salvador Dalí, dice, ya
la intuía desde el vientre de su madre.
La adoración hacia su hermano muerto fue
vivenciada por Dalí como la primera anulación de su persona. Frente a eso, en
lugar de aferrarse a la muerte, Dalí se aferró a la vida, pero no en un
ambiente vital normal sino en un ambiente donde el substractum era un afecto
que no llegaba en su persona porque le llegaba a través de un muerto. Eso lo
marcó dé tal forma que, siendo ya un adulto plenamente diferenciado como hombre
y como artista, queriendo ser excluido de la sociedad que formaban los
integrantes del movimiento surrealista, Dalí les sentenció de manera explícita
lo mismo que a sus padres les mostró de forma implícita desde muy chico: Estoy
dispuesto a todos los renunciamientos, menos a negarme a mí mismo y a
suicidarme.
Dalí debió luchar con mucha tenacidad para ser
quien llegó a ser y él piensa que la tabla salvadora de su genio fue su
paranoia, porque gracias a ella pudo llevar al máximo nivel la exaltación
orgullosa de su persona. El mismo reconoce que debió adoptar desde muy temprano
una actitud muy agresiva para tratar de despertar las mentes que estaban
dormidas.
La muerte siempre lo obsesionó al extremo de
que, siendo un niño, gozaba con particularísimo éxtasis la muerte de cuanto
insecto, pájaro, murciélago o pescado, pudiera caer en sus manos. ¿Y por
qué? Porque después de contemplar esas muertes reales, se sumía en el delirio
imaginario de su propia muerte. De adulto, en alguna buhardilla que compartieron
con Federico García Lorca, disputaban entre ellos quién de los dos representaba
mejor su propia muerte. Pero, en esta fantasía surrealista, lejos de salir
dispuesto a entregarse a la muerte, Dalí adquiría la fuerza que volcaría luego
en su vida. Cada vez que descubría más de cerca el horror a la muerte, se
acrecentaba su pasión por la vida, pero una pasión que no la desplazaba ni
proyectaba sobre ningún objeto externo hasta que Gala apareció en su vida. Esa
pasión por la vida la volcaba sobre sí mismo.
Entonces, sentía que nacía de nuevo y que
volvía a re-nacer desde sus propias entrañas. Pero, para ello tenía que
desafiar y vencer a la muerte, cosa que hizo desde muy chico, solo y frente a
la gente. Cuando cursaba los primeros grados de la escuela se arrojaba al vacío
desde grandes alturas, soportaba las lesiones corporales, pero ganaba
admiración y confianza en sí mismo. Ya siendo un adolescente subía a lo más
alto de los campanarios y se ponía al borde del vacío, cosa que también hacía
en los escarpados acantilados catalanes. Así, recuerda el propio Dalí, se
encontraba a menudo con la muerte en las circunstancias más insospechadas y
siempre terminaba venciéndola. Para ello, reconoce el propio Dalí que
solo ha necesitado dos armas en su vida: el orgullo y el narcisismo. Con el
orgullo y el narcisismo venció Dalí por primera vez a la muerte.
La perversidad polimorfa de su carácter, de la
que muy pronto dio señales evidentes en su infancia, era sin duda el juego
profundo de las fuerzas de la vida (las pulsiones de vida) que habitaban en él
para luchar contra las fuerzas de la muerte, las pulsiones de muerte. Él nació
doble, con un hermano de más al que tuvo que matar para ocupar su propio lugar
y para obtener el derecho a vivir su propia muerte. Y así como por primera vez
venció a la muerte con su orgullo y narcisismo, para la batalla final y
derrotar definitivamente a la muerte debió apelar a su paranoia. ¿Por qué?
Porque gracias a ella Salvador Dalí no murió, él mismo se exorcizó y se durmió.
Dalí fue un hombre que se animó a romper con
todos los moldes de su época, una época muy difícil, entre las dos guerras
mundiales y la guerra civil española. Que ya después debió seguir siendo guiado
por su paranoia y que esta no lo abandonó jamás porque si lo hubiera abandonado
se habría muerto de verdad.
De cómo Dalí mató a su padre para eternizarlo
Dalí era un retoño cuando su padre, Salvador
Dalí y Cusí, se le aparecía como un gigante, lleno de fuerza y violencia. Era
una rara mezcla de autoridad y de amor imperioso, eran Moisés y Júpiter a la
vez. Por la firmeza de su carácter y por la influencia que ejercía siendo el
único notario del pueblo de Figueras, para Salvador Dalí su padre fue una
figura excluyente. Pero, recordaba Dalí de adulto: "Cuando mi padre posaba
su mirada en mi, estaba viendo a mi hermano muerto y eso era para mí como un
taladro que retorcía mi alma de dolor y de rabia".
Salvador Dalí y Cusí, el padre, nunca llegó a
entender las sangrantes heridas narcisistas de su hijo. Esas mismas que alguna
vez le hicieron decir al artista de la pintura, parafraseando a Francisco de
Quevedo: "Mi mayor voluptuosidad hubiera sido sodomizar a mi padre".
Dalí padre era un hombre muy violento, de entrar fácilmente en discusiones y
terminar a los puñetazos rodando por la calle. Se dice que, cuando montaba en
cólera, la Rambla de Figueras dejaba de respirar porque sus gritos eran un
huracán que lo arrasaba todo. Más de una vez lo vieron pasar llevando a su hijo
a la escuela, a los tirones y revolcándolo por el suelo. En su austeridad no
era menos impresionante, adoptando un aspecto majestuoso que lo acercaba a la
figura de Moisés, como representante de una autoridad divina.
"Sus actos de fuerza", diría Dalí,
"fueron los que contribuyeron a acentuar mi megalomanía". A partir de
tan corta edad, su oposición al padre se tornó dramática. Como no podía ser de
otra manera, fue su madre, doña Felipa Domenech, quien le enseñó las letras del
alfabeto y a escribir y firmar con su nombre. El temor a su padre lo volvió por
un tiempo un chico retraído sobre sí mismo y tímido en extremo. Pero, como el
propio Dalí lo explicaría mucho más tarde: "Ese período de mi vida, cerca
de los 10 años, fue una cuarentena engañosa, silenciosamente orgullosa".
Cuando comenzó la verdadera rebelión
daliniana, en la adolescencia, aunque ya insinuada en la infancia, Dalí hijo
encontraba cada día un medio distinto para llevar a Dalí padre hasta el
paroxismo del furor y, de ahí a la humillación, había un paso muy corto.
Cuántos disgustos y cuánta vergüenza sintió el notario de Figueras a causa de
este hijo indomable, que había heredado muchas cosas de él mismo. El hijo no
solo atacaba ahora al padre, lo desconcertaba, lo pasmaba, lo provocaba y lo
desafiaba cada vez más. Eran tan mal alumno, que terminó siendo expulsado del
colegio de los Hermanos Maristas de Figueras. De ese momento, Dalí recordaría:
"Fui realmente feliz al ver la consternación que poco a poco se pintaba en
su rostro".
Dalí iba utilizando progresivamente el poder
emergente de su paranoia crítica, para liberarse de la figura de su padre. ¿De
qué mecanismo psíquico se valía para ello? El mismo lo contó así: "Al
principio lo introduje en mi delirio obligándolo a plegarse a todos mis juegos,
el disgusto, la cólera, la vergüenza. El, Dalí y Cusí, el señor, el fuerte, el
invulnerable, terminó siendo un sujeto al que yo metamorfoseaba dependiendo de
mi voluntad". De esa forma, paulatinamente, Moisés se fue despojando de su
barba de autoridad y Júpiter de su rayo de poder.
No obstante, Dalí padre devolvía golpe por
golpe, desvalorizaba a su hijo, lo hostigaba también a su manera, por ejemplo
prohibiéndole la entrada a la casa a Gala, esa "ramera drogadicta",
como él la llamaba. Nunca se dignó a recibirla ni a conocerla personalmente, el
mayor desprecio que sintió Dalí de su padre. Pero él se vengó yendo un día a su
casa paterna en un Cadillac último modelo, que causó admiración en el pueblo,
con Gala instalada en su interior como una princesa y su padre sin siquiera
poder mirar de cerca esta verdadera y novedosa joya mecánica.
Ciertamente, Dalí padre se iba desolando ante
este tipo de situaciones y, a medida que su debilidad se acentuaba, la fuerza
personal de su hijo se enriquecía y su paranoia se fortalecía. Ya consagrado
como artista, Dalí recuerda con fría insensibilidad el triunfo que significó
para él ver desmoronado el proyecto de su padre que algún día lo soñó, entre
tanta locura, convertido en un profesor de pintura de carrera. "Gocé con
su desmoronamiento. Lo dibujé fielmente, con lápiz de plomo. De hecho, su tez
era plúmbea, sus ojos pesados, de angustia e incertidumbre. Puse todo mi
talento en plasmar su desconsuelo". Esta desesperación de Dalí era la que
lo conducía al delirio, fascinado por la dureza muy española y particularmente
catalana de su padre.
Alguna vez, despojado de sus vestiduras, Dalí
se vio obligado a reconocer que: "Mi padre fue el eje natural, biológico y
psicológico, en el que se formó mi personalidad. Nunca pude dejar de
admirarlo".
Pero, de nuevo desde su paranoia crítica, lo
sentenció sin piedad: "Para que yo llegase a ser Dalí fue necesario que,
en el altar psicoanalítico, inmolase a Dalí y Cusí, mi padre. Que lo redujese,
como los cazadores de cabezas de Java, al tamaño de uno de mis juguetes de
celuloide que, de niño, aplastaba a golpes de martillo y que después, me lo
tragase como a una hostia, para digerirlo y apoderarme de su sustento y de su
esencia. Y así, en una proyección monumental entre él y yo, entre yo y él,
eternizarlo para siempre".
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