En la actualidad, la mayoría de los trabajos científicos sobre el
sueño están referidos a investigaciones biológicas que, desde hace varios años
a esta parte, vienen tratando de demostrar la existencia de distintos patrones
(o registros típicos) de sueño, todos ellos susceptibles de ser captados y
sistematizados por aparatos electrónicos de alta sensibilidad.
Los cambios que se han
podido observar en esos "patrones" de sueño han sido y son
asociados a acontecimientos vitales negativos y, en especial, al estrés, que es
el enemigo número uno no sólo del buen dormir sino también de la buena salud.
Habitualmente, el estrés psicosocial tan común en la actual
vida cotidiana determina a priori que el sueño sea muy irregular, con períodos
de latencia más prolongada para su inducción, aumento de las fases de sueño
liviano", mayor cantidad de interrupciones en el dormir y disminución de
las horas en sueño delta o "profundo". En otros casos, el
estrés parece provocar también pesadillas y despertares agitados.
Pero, el problema
principal derivado del estrés en relación con el sueño es que, como
consecuencia de esa situación, se producen mecanismos biológicos de adaptación
subyacente que alteran los "mecanismos normales de equilibrio".
Esto, que ya es de por sí un inconveniente
para la correcta salud física y mental, se agrava cuando la relación entre el
estrés y el sueño es funcionalmente no adaptativa y provoca entonces una serie
de efectos perniciosos que incluyen: estado de ánimo negativo, disminución del
rendimiento corporal, vulnerabilidad a la depresión, deterioro de la respuesta
inmunitaria por caída de las defensas naturales, todo lo cual lleva a un lento
y progresivo deterioro de la salud que puede adquirir múltiples variables de
expresión.
Se ha observado
que, ciertos episodios vitales negativos, que han ocurrido dentro de un marco
de tiempo determinado, como divorcios, duelos, cambios o pérdidas de trabajo,
crean un estado de tensión relativamente constante que lleva a una calidad de
sueño muy pobre o a la sensación subjetiva de que, si bien se ha dormido, no se
ha descansado. Esto, por acumulación, puede llevar hacia marcados sentimientos
de depresión y/o ansiedad, en los que nunca falta el insomnio como síntoma
agregado.
En los
adolescentes con tendencia a la depresión, uno de los primeros síntomas
clínicos que se observa es un aumento significativo en el tiempo de latencia
del sueño, lo cual nos debe alertar hacia el tratamiento precoz de la patología
depresiva, casi siempre asociada a un mayor o menor grado de insomnio.
Distintos estudios
científicos han llegado a la misma conclusión: que los acontecimientos vitales
negativos importantes, caracterizados por incertidumbre y falta de control, que
requieren un mayor esfuerzo adaptativo, son los más fuertemente asociados con
informes subjetivos de alteraciones en el dormir.
Los ancianos con
menores niveles de apoyo y menos actividades regulares se caracterizan por
tener un sueño de escasa eficacia. El estrés también puede afectar el sueño
entre los adolescentes sanos.
Las experiencias
psíquicamente traumáticas se reflejan directamente en el sueño, durmiéndose
menos, despertándose con mayor facilidad, teniendo pesadillas que repiten el
suceso traumático original y requiriendo en cualquiera de éstas variantes
tiempos mayores para volver a conciliar el sueño.
Cuando el estrés
se hace crónico y las alteraciones en el sueño se transforman en una
constante, se producen signos biológicos típicos como por ejemplo el aumento en
la concentración de catecolaminas en la orina.
Experimentalmente
se ha provocado el aumento de las catecolaminas urinarias con sólo incrementar
las interrupciones del sueño normal y alargar el tiempo para volver a
dormirse.
En una serie de estudios científicos, la separación de la pareja y
el divorcio han demostrado afectar el sueño subjetivo y el sueño evaluado en el
laboratorio, tanto en hombres como en mujeres, independientemente de quien fue
el que inició la vía de la separación.
Las personas con tendencia o antecedentes a la depresión, puestas
en situación de divorcio o ruptura de la pareja, sufren en un 83 por ciento de
los casos alteraciones de mayor o menor severidad en el sueño; en tanto para
los individuos en proceso de separación o divorcio, sin tendencia o
antecedentes depresivos, los problemas para dormir se encontraron también en
una proporción elevada, un 66 por ciento.
Otro hallazgo de
los modernos laboratorios del sueño es que los cambios que se producen debido a
la tristeza pueden ser bastante diferentes de los cambios asociados a estados
depresivos, siendo éstos últimos de mayor severidad.
Los
acontecimientos que causan ansiedad pueden alterar más profundamente la
aparición y profundidad del sueño, mientras que los acontecimientos
caracterizados por pérdida o duda de uno mismo producen casi los mismos efectos
que la depresión.
La pobre calidad
del sueño ha sido también correlacionada con un amplio rango de sucesos
estresantes, como catástrofes naturales y tecnológicas, muertes inesperadas,
situaciones de violencia, violaciones y abuso sexual.
Las alteraciones
del sueño constituyen el síntoma más frecuente en los casos de trastorno por
estrés post traumático y se ha demostrado que las mismas pueden persistir
durante décadas, como se ha visto en ex combatientes militares, testigos de
crímenes o actos de violencia extrema, sobrevivientes de accidentes
automovilísticos, de accidentes de trabajo, de catástrofes o encierros
angustiantes en cárceles.
La inmensa mayoría
de quienes han sufrido en trastorno por estrés post traumático tienden a tener
un sueño liviano, superficial o como si se estuviera despierto al dormir.
Esta observación
coincide con la hipótesis de que el sueño es más "liviano" durante
los períodos de estrés y también aquellos que son percibidos como situaciones
amenazantes.
La ansiedad,
asociada con las dificultades para dormir, durante una situación de estrés,
puede tomar vida propia y prolongarse más allá de la persistencia del
acontecimiento estresante desencadenante, dando lugar a un insomnio crónico.
Ese insomnio
crónico es el que se presenta después como un factor de riesgo y va
deteriorando la salud física. En general, cuando se duermen menos de seis horas
por día, se incrementan los riesgos relativos de mortalidad por enfermedad
cardíaca isquémica, cáncer y accidente cerebro vascular, además de
incrementarse la posibilidad de descontrol de cualquier enfermedad preexistente
y agravarse los factores generales de riesgo estándar.
Cuando el mal
dormir lleva a un estado de cansancio vital, se incrementan notablemente las
posibilidades de sufrir episodios graves como preinfartos, infartos no mortales
y anginas de pecho.
De todo lo cual se
desprende que, los profesionales de la salud deben prestar especial atención a
todas las consultas por alteraciones del sueño, ya que el correcto equilibrio
de esta importante función es uno de los indicadores fundamentales para una
buena salud. como bien lo señalan la mayoría de los investigadores modernos, el
sueño constituye una importante función adaptativa.
Por lo tanto,
todos los individuos expuestos a situaciones de estrés debieran recibir una
atención adecuada para minimizar el riesgo de insomnio crónico y sus
consecuencias potencialmente severas.
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