No
hay otra etapa en la vida que ofrezca los contrastes que encontramos en la
adolescencia, sobre todo en estos tiempos postmodernos, en los cuales los
jóvenes han cambiado tanto las cosas con respecto a lo que se vivió apenas
medio siglo antes que ellos.
En lo
que a mi respecta y, por extensión, a toda mi generación, no fue etapa fácil ni
muy agradable. Vivimos todas las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, nos
tocó ir descubriendo el crecimiento de nuestro cuerpo en plena etapa de la Guerra Fría, viendo sin
comprender como los rusos hacían estallar bombas atómicas en la atmósfera, los
norteamericanos en la profundidad de tierras desérticas, los franceses en las
aguas del Atolón de Mururoa, sin que nadie expresara otra cosa que no fuera
terror, porque las imágenes fotográficas y televisivas, en blanco y negro, de
Hiroshima y Nagasaki fueron para los jóvenes de mi tiempo un presagio de que el
“fin del mundo” estaba cercano.
Nos
tocó presenciar las protestas de figuras populares del cine y de la música,
como James Dean, Elvis Presley, Los Beatles, los Rolling y todos los que
siguieron su camino, como así también seguimos la prédica pacifista de Ghandi,
hasta su asesinato y posteriormente las luchas por la liberación de los países
africanos y las disputas raciales en los Estados Unidos y otras partes del
mundo.
Pero
había algo que distinguía a los jóvenes de los años ’60: sus ideales
antiimperialistas, de libertad, de justicia social, sin saber mucho de que se
trataba, pero se sentía desde lo más profundo del alma y se expresaba a grito
pelado.
Los
sucesos de Francia en 1968, la inmolación de jóvenes en las calles de Hungría,
Polonia y Checoslovaquia, ante las invasiones soviéticas, fueron hitos históricos
de una juventud que no solo hablaba de ser libre sino que ofrendaba su vida en
el intento.
Imposible
olvidar la cantidad de jóvenes de nuestra tierra, compatriotas argentinos que,
ante la sucesión interminable de dictaduras militares que se fueron produciendo
a partir de 1955 hasta 1983, elevaron sus voces de protesta clamando por
libertades individuales y colectivas que estaban completamente coartadas y
fueron brutalmente reprimidos a sangre y fuego.
Fue
toda una época y hoy nos toca vivir algo totalmente diferente. Nosotros no
tuvimos ni la décima parte de los estímulos que tienen los chicos de hoy y,
menos aún, del conocimiento que los jóvenes manejan en estos días. No teníamos
ni las computadoras, ni las noticias instantáneas que hoy maneja cualquier
chico o chica.
Recuerdo
que, más o menos por setiembre u octubre del año 1975, recién recibido de
médico, fui invitado a disertar en el ateneo profesional de Neuropsiquiatría
del Hospital Privado de Córdoba, sobre lo más avanzado en lesiones y tratamientos
del sistema nervioso central.
Y
tengo muy claro haberme expresado, luego de consultar bibliografía muy
específica, a un famoso caso referido a un obrero estadounidense de nombre
Phineas Gage. Era toda una novedad para egresados universitarios con título de
especialista.
Hoy,
poco más de treinta años después, mi hijo menor, de 16 años, estudió el mismo
caso en Cuarto Año del Secundario, en la cátedra de Biología. De modo que, lo
que se ha extendido la posibilidad de adquirir conocimiento entre los jóvenes
en las últimas décadas es realmente increíble.
No
obstante lo cual, me preocupa ver que el espectro de la conciencia de la
juventud actual es como un amplio abanico, donde en un extremo encontramos
luces absolutamente brillantes y en el otro sombras de la más terrible
negritud.
Lo
brillante tiene que ver con toda la potencialidad que, de hecho, tienen un
cuerpo biológico y un cerebro joven, capaces de las creaciones más increíbles y
de irse manifestando en pasos constructivos.
Pero
es notorio también como una gran cantidad de jóvenes desperdician todo ese
potencial, lo tiran o lo mezclan con basura, sin siquiera darse cuenta de que
es su patrimonio a futuro lo que están dilapidando de la manera más terrible.
Quizás
la superabundancia de información los ha llevado a renegar de la misma o
incluso despreciarla. Se quedan en la superficie de todas las cosas sin
profundizar en la búsqueda de las verdades trascendentales que deberían empezar
a ser objeto de su atención.
Se
autoagreden con una facilidad pasmosa y, a la vez, agreden a los demás sin
sentir la más mínima compasión, ni por si mismos ni por el prójimo. Es
increíble como Anthony Burguess se anticipó con su “Naranja Mecánica” que, por
las décadas de los ’60 y ’70 causó espanto en el mundo, al desarrollo de una
conciencia absolutamente egoísta y perversa.
Una
conciencia escondida o camouflada detrás de máscaras, como se ve en una
juventud estadísticamente cada vez más significativa, que busca expresarse
desde el alcohol, las drogas, la patota, los actos delictivos, la protesta y la
rebeldía sin sentido, lo que es peor, teniendo todo el potencial de una
inteligencia alimentada desde afuera como nunca lo fue antes.
Y
todos quieren asumir las culpas, los padres, los tíos, los abuelos, etcétera,
etcétera, o están quienes se liberan de culpa y cargo manifestando que es el
sistema consumista y capitalista el que ha llevado al caos de la juventud
actual.
Una
juventud que cada vez participa menos en política porque, por lo menos en la Argentina, los viejos
políticos ansiosos por eternizarse en cargos representativos del pueblo, los
han ido echando afuera y marginando del sistema democrático.
Una
juventud que calza remeras con la imagen del “Che” Guevara sin tener la más
remota idea de quien fue esa persona ni que pensaba del mundo. Una juventud que
quiere ser auténtica en si misma, pero que no sabe lo que quiere ser.
Una
juventud que ya no tiene vocaciones ni influenciadas ni adquiridas y que
necesita hacerse tests psicológicos para descubrir en qué estudio universitario
puede tener alguna posibilidad. Una juventud que privilegia ante todo los
placeres derivados del tener antes que del ser, del lucir antes que el saber,
del sexo antes que el amor.
Todas
estas sombras son las que van oscureciendo el horizonte de luz de la
potencialidad pura del ser, que sigue estando ahí, en el cuerpo y en el alma de
todos los adolescentes, porque no quiero ser un pesimista ni afirmar que toda
la juventud está perdida, porque hay muchos ejemplos de jóvenes sensibles,
piadosos, espirituales y dignos de una vida sana.
Pero
me parece que son los menos, que hay muchos más conflictos que armonía en estos
cuerpos y estas mentes que se van abriendo a la vida.
Lo
importante de verdad es que la posibilidad de cambio está y no se necesita más
que un pensamiento un poco más puro para empezar a generar la transformación
positiva que solamente los jóvenes podrían traerle a este mundo cargado de
tensiones negativas.
Quiero
creer que todo eso es factible y que en definitiva privará la luz sobre la
sombra. Algo o alguien ayudará a los jóvenes a utilizar esa herramienta
potentísima que anida en sus cerebros y también en sus corazones, para
aclararles la visión y mostrarles lo contrario de la destrucción, la cara
verdadera del amor, del amor hacia si mismos y hacia los demás.
Es la
reflexión que le quiero dejar a quienes sean lectores de estas líneas, surgidas
de una necesidad interior que me ha llevado a detenerme en este período de la
vida que creo es lo más parecido a la primavera. Y en esta estación, todo lo
marchito vuelve a tomar vida, los brotes salen por doquier y se renuevan.
Siempre y cuando no se hayan seccionado las raíces…, como decía “Mister
Chance”, aquel inolvidable jardinero de ficción creado por Jerzy Kosinski en su
eterna obra “Desde el Jardín”.
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