La adolescencia es el período de la vida en que el cuerpo humano logra la maduración de sus
caracteres sexuales primarios y secundarios, es decir es el momento en que se define el ser
masculino y el ser femenino. Dicha diferenciación, ante todo orgánica, también es psíquica,
porque a través del pensamiento y todo lo que tiene que ver con la mente, uno va adquiriendo
la identificación con su sexo, de manera que el proceso psicológico es tan importante como
el puramente corporal.
"Dentro del cuerpo de cada hombre está el reflejo de una mujer y dentro del cuerpo de cada
mujer está el reflejo de un hombre", dice John Sanford en su libro "The invisible Partners"
(Los socios invisibles).
A comienzos de la última década del Siglo XIX, allá por 1890, un médico clínico alemán,
Wilhem Fliess, mantuvo una famosa y copiosa correspondencia epistolar con Sigmund Freud,
cuando este empezaba a gestar en sus ideas lo que sería más adelante el psicoanálisis,
como método y técnica psicoterapéutica y también como herramienta de investigación de
lo inconsciente.
El célebre psiquiatra vienés le comentaba al alemán los hallazgos psíquicos que encontraba
en la histeria, relacionados con la sexualidad y el clínico los cotejaba y comparaba con sus
observaciones desde una medicina mucho más convencional, pero no por eso menos audaz
en sus interpretaciones.
Y así fue como Fliess desarrolló el concepto de “constitución bisexual primaria”, con una
hipótesis que, para la época, fue más que revolucionaria y muy combatida: “Todos somos
hombres y mujeres a la vez”.
Con lo que quería decir y demostrar que el cuerpo humano de sexo masculino tenía también
dentro de si elementos femeninos y viceversa, lo cual lo razonaba tanto desde las deducciones
psíquicas de Freud cuanto de sus propias observaciones de un cuerpo humano que, en el
hombre mostraba rudimentos de constitución femenina, por ejemplo en las mamas atrofiadas
y de un cuerpo femenino que también tenía rudimentos masculinos orgánicos en los genitales
externos e internos. Pero, durante muchísimo tiempo, la sociedad nos ha estado condicionando
a comportarnos como si esto no fuera así y solo existiera una división muy marcada y a ultranza
entre lo masculino y lo femenino.
Durante muchos años se ha obligado a la mujer a comportarse como mujer y al hombre a hacer
el papel de hombre, sobre todo desde la infancia donde los comportamientos de las niñas
debían ser acorde a lo que se esperaba y aceptaba de ellas.
“Compórtate como una señorita y no como una machona”, era la frase que a menudo estaba
en boca de padres y madres refutando las acciones de aquellas niñas que preferían,
por ejemplo, patear una pelota en lugar de jugar con muñecas.
Igualmente pasaba con los chicos varones, que debían ser unos señoritos o pequeños
caballeros y, lo peor del mundo que podía ocurrirles era “ser afeminados”, ya que ello generaba
no solamente repudio en sus hogares sino también todo tipo de burlas en la escuela o los
campos de deportes.
Muchos varones adolescentes o preadolescentes debían padecer en silencio el desprecio
de sus amigos por solo no compartir los juegos rudos y de fortaleza física que eran “lo normal
en los varones”. Apodos como “María Luisa” o “simplemente el vocablo “mariquita”
estigmatizaban a quienes habiendo sido dotados de condición masculina primaria no la
reafirmaban con la fuerza que deberían hacerlo según las costumbres y exigencias de la época.
Era muy audaz y controvertido para ese entonces aceptar que, tanto hombres como mujeres
teníamos caracteres femeninos y masculinos y que la salud normal pasaba precisamente
por integrar esos aspectos. El mismo Sigmund Freud, un verdadero revolucionario del
pensamiento de su época, definió a la femineidad con tres características básicas típicas
de comienzos del Siglo XX: narcisismo, pasividad y masoquismo.
Fundamentaba la actitud narcisista de la mujer en un constante mirarse en el espejo y
admirarse frente al mismo y con la costumbre de las gatas domésticas que pasan buena
parte del día lamiendo su pelo, en tanto el masoquismo era como una tendencia innata y
muy constante hacia una actitud de ser feliz con el sufrimiento provocado en ella por otra
persona, generalmente su dupla o pareja.
La pasividad tenía que ver con el rol “lógico” de la mujer durante el acto sexual, de espera,
de ser receptiva, de no tomar iniciativas, de dejarse penetrar por el hombre, que era quien
imponía el ritmo activo a la relación
Al mismo tiempo, Freud llamó simbólicamente como “mujer fálica” a aquella hembra
emprendedora, de carácter, capaz de asumir responsabilidades y luchar por sus derechos.
El notable maestro vienés hacía resaltar las diferencias anatómicas de los sexos en hechos
a los cuales él les daba una interpretación muy particular, como por ejemplo considerar que
la mujer sentía dentro de sí “un complejo de castración” que se introyectaba en la mente de
una niña de corta edad cuando contemplaba el cuerpo desnudo de un hermanito o amiguito
de sexo masculino más o menos de la misma edad. Y no terminaban ahí sus especulaciones
interpretativas, ya que entendía que toda mujer sentía sobre el hombre una indisimulada “
envidia del pene”.
De esa manera, la mujer, incompleta por naturaleza (al carecer de pene) encontraba la
completud de su cuerpo al poder recibir por su vagina el miembro sexual masculino.
Todas estas consideraciones, que eran bien conocidas por quienes leían las teorías sexuales
psicoanalíticas, se extendían a la población general pero en forma de mitos y creencias mucho
más grotescas, de las cuales emergía el hombre como ser dominante o superior y la mujer
como un objeto de satisfacción o elemento fundamental solo en el proceso de la reproducción.
Tuvieron que pasar muchos años para que los pensamientos de esta índole fueran cambiados
por nuevas aportaciones intelectuales provenientes no solo de la psicología sino también de
los avances en la biología, que le fueron dando a la mujer una proyección individual, como ser
humano, que se extendió a todos los ámbitos de la sociedad, desde el trabajo de base hasta
las más jerarquizadas funciones ejecutivas.
Los distintos movimientos de liberación de la mujer fueron también una palanca poderosa que
movió piedras muy pesadas de su lugar, ampliando permanentemente el horizonte de las
realizaciones femeninas.
La salud pasa por integrar esos aspectos masculinos y femeninos. Estamos en una época en la
que cada vez más debemos aceptar que una mujer, para ser enteramente femenina, debe
integrarse con sus aspectos masculinos. Y un verdadero hombre es el que acepta su lado
femenino sin miedo.
La diferencia entre hombres y mujeres es que el hombre tiene un porcentaje mayor de rasgos
masculinos y la mujer lo mismo, pero de rasgos femeninos. El camino que muchos psicólogos
modernos han propuesto es trabajar en la integración de estos rasgos en nuestro ser interior.
Muchas veces los hombres se “pelean” con sus aspectos femeninos porque temen ver
menoscabada su virilidad.
De cualquier manera creo que lentamente estamos entrando en un cambio de conciencia,
donde vamos aceptando esta realidad. El principio fundamental de la femineidad se sigue
basando en la actitud de permitir que las cosas sigan su curso, ser receptivo y esperar.
No es una recepción ni una espera estática, sino todo lo contrario, es una dinámica verdadera,
es un movimiento, pero diferente del principio masculino.
El principio masculino históricamente se mueve hacia afuera, dirigiéndose hacia otro estado
y durante mucho tiempo lo hizo hacia la conquista y la dominación. Es como que el hombre
durante siglos hizo de su energía un camino centrífugo, hacia el exterior de si mismo, pero
imponiendo o tratando de imponer en ese afuera lo que provenía de su adentro.
El principio femenino, en cambio, desprovisto durante largo tiempo de esas posibilidades
de expansión que solo existían para los hombres, fue tendiendo a ser un movimiento dentro
de si. Las cosas de mujeres, en especial en tiempos históricos, tenían que ver con entregarse
a lo que ocurría, confiar con aceptación y resignación en que las cosas siguieran su curso y
esperar confiadamente a las fuerzas que estaban en movimiento.
La masculinidad llevaba a los varones hacia el exterior y los condujo a acciones generadoras
de consecuencias, muchas de ellas realmente lamentables para la evolución y el desarrollo
de la Humanidad.
De cualquier manera, estas características de los individuos de la especie humana deben ser
desarrollados tanto en hombres como en mujeres y no en una forma esquemática y rígida.
Para que haya una buena relación entre un hombre y una mujer estos dos lados tienen que
ser desarrollados en cada uno de ellos, en diferente grado, proporción y relación de uno con
el otro.
El hombre sano no representa solamente el principio activador de las cosas y de los hechos,
del mismo modo que la mujer sana no representa solo el principio de dejar que las cosas
sucedan.
Reitero, una vez más que, tanto hombres como mujeres deben integrar ambos aspectos,
aunque el énfasis de cada uno sea diferente.
El hombre no debería descuidar sus aspectos femeninos para activar completamente su rol
masculino, al igual que una mujer integra debe poner en marcha sus características masculinas
para entregarse al descubrimiento y vivencia de su ser femenino.
Esta bisexualidad original y natural, que existe en el cuerpo humano, más allá de la división
convencional de los sexos, también existe y es muy importante en varios otros planos,
como lo emocional, la actitud psicológica o mental y la armonía sexual entre dos personas.
Conforme la mujer fue ganando autonomía y participación en un mundo de complejas
interacciones, las barreras divisorias entre hombres y mujeres fueron cayendo y hoy la
diferenciación de toles masculinos y femeninos ha dejado de ser el producto de una línea
divisoria, para convertir poco a poco a la especie humana en mosaico de seres sin fronteras
anatómicas, fisiológicas y funcionales. O, por lo menos, sin demarcatorias en el sentido
que se utilizaron durante gran parte de la evolución del mundo.
Sin embargo, se han ido produciendo una serie de situaciones y hechos muy particulares
que han generado en buena parte de la población sentimientos confusos. El cambio de sexo
por parte de quienes nacieron con caracteres anatómicos masculinos y luego adoptaron cuerpo
y vida de mujeres llevó a muchas discusiones en ámbitos jurídicos con el auxilio de las ciencias
médico legales.
Hemos producido una gran confusión: sobre todo entre la noción de predominio y la de totalidad
absoluta. Se han introducido una gran cantidad de vocablos y conceptos nuevos, como
transvestismo, transexualismo y otras tantas indefiniciones, o definiciones, que hacen más
a tratados específicos sobre sexualidad en estos tiempos, que a lo que yo quiero indicar en
esta obra.
Tampoco hay que olvidar que las propias condiciones de vida llevaron a muchas mujeres
a cumplir roles tradicionalmente masculinos y a numerosos hombres a realizar tareas que
eran propias de las mujeres, lo que en muchos casos creó malestar y confusión.
Esta confusión produjo como consecuencia la idea de que todo rasgo femenino en el varón
menoscaba su condición de tal, y de que todo aspecto masculino en una mujer implica una
alteración en el adecuado funcionamiento de su rol sexual.
Osho, uno de los grandes pensadores del Siglo XX instaba al hombre a encontrar a la mujer
que hay dentro de él, aconsejándole que la alimentara y la nutriera para ayudarla a crecer
y no dejarla en estado de atrofia, del mismo modo que a la mujer le sugería hacer lo mismo
con el hombre que habitaba dentro de ella.
Para este autor, que escribió “El libro del hombre” y “El libro de la mujer”, nadie es un hombre
o una mujer solamente, ambos son las dos cosas. Tiene que ser así, el padre ha contribuido
a la mitad del ser y la madre a la otra mitad. El producto, o hijo, es el encuentro de esas
dos energías. No se puede ser sólo un hombre, ni se puede ser sólo una mujer.
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