En el vasto campo
de la psiquiatría y las demás ciencias que se ocupan de la mente humana, los
psicofármacos constituyen un capítulo muy especial, ya que más allá de todas
sus contribuciones para el alivio y el tratamiento de la mayoría de las
enfermedades psíquicas, hay una industria enorme que moviliza un poder
incalculable.
Desde su aparición como arma terapéutica de la medicina hasta
nuestros días (prometo en sucesivas entregas irme ocupando de los hitos
fundamentales de este proceso), los psicofármacos han tropezado con
actitudes diferentes, tanto por parte de los pacientes como de los
profesionales encargados de prescribirlos.
En líneas muy globales, el público en general los consume en
cantidades altas, pero con mucha reserva e ignorancia de su parte. Llama la
atención como los psiquiatras en particular no han podido revertir ese temor
tan presente en una gran cantidad de enfermos que consumen estas drogas, en el
sentido de oponer una resistencia a las mismas, sobre todo inspirados en el
miedo a adquirir dependencia. Y este es un fenómeno que no se da con la misma
frecuencia entre los consumidores de medicamentos que procuran aliviar
enfermedades clínicas, muchas de ellas de carácter crónico.
He podido observar
en mi práctica médica de un cuarto de siglo que es muy difícil que un paciente
hipertenso que realmente se preocupe de su afección vaya a resistirse a tomar
la medicación que se le prescribió para mantener la tensión arterial dentro de
límites normales.-
La mujer
hipotiroidea tampoco opone ninguna resistencia a ingerir los comprimidos de las
numerosas variantes que se venden de extractos o compuestos de glándula
toroidea. Todos aquellos que dicen “sufrir del hígado” son consumidores
crónicos de productos que ayudan a una mejor función biliar; los reumáticos y
los artrósicos no suelen medir las consecuencias que puede tener la
administración demasiado prolongada de una cantidad de productos con efectos
secundarios importantes a largo plazo.
Y así podríamos
seguir con una cantidad muy grande de pacientes, alérgicos, constipados, con
dermatitis, dermatosis, acné, cefaleas, etcétera, ninguno de los cuales pone
reparos o resistencias a los fármacos que se les prescriben; es más, muchas
veces sin que ni siquiera se los receten. Por ejemplo, en los últimos años se
ha extendido tanto el concepto de que los antioxidantes son algo así como una
panacea que garantiza o prolonga la juventud, que se compran y se toman sin
considerar siquiera si son o no necesarios para quien se decide a ingerirlos
como si fueran un complemento normal de su dieta habitual.
Pero muy distinta
es la actitud cuando se trata de psicofármacos. Mi larga experiencia en la
práctica psiquiátrica me indica que, tanto el paciente institucionalizado como
el ambulatorio, ponen toda clase de resistencias, como si en realidad los
psicofármacos fueran más sus enemigos que sus aliados.
Cuando los
pacientes son psicóticos, no es raro que, en el propio internado, si el
enfermero no es observador, simulen tomar el medicamento y, si hay descuido, lo
tiren a un costado. Ni qué hablar cuando esos mismos enfermos vuelven a sus
hogares y un familiar cercano se tiene que hacer cargo de brindarle el
tratamiento. Es muy frecuente que haya que recurrir a gotas o molido de comprimidos
para introducirlos subrepticiamente mezclados con los alimentos o las bebidas.
Los ansiosos, por
el contrario, suelen oscilar entre dos polos; o se manejan con dosis mínimas
que muy poco efecto pueden hacerle, ya que no quieren acostumbrarse, o en su
defecto, ingieren cantidades muy superiores a las terapéuticas, provocando la
mayor cantidad de cuadros por intoxicación con psicofármacos.
El paciente
depresivo busca una salida a su cuadro patológico y es, la mayor parte de
las veces, el más “obediente” a las indicaciones de su médico tratante.
Pero, en cuanto mejora un poco su cuadro de deterioroanímico, empieza a pedir
reducción de la dosis o piensa, equivocadamente, que él mismo va a poder
regularla de acuerdo a su estado de ánimo.
Cabe consignar también
que, a menudo, los médicos se preocupan poco por dar explicaciones que son
fundamentales para que haya una adecuada relación entre el paciente y el
psicofármaco prescripto. De una forma u otra, el paciente psiquiátrico es por
regla general el que mayor resistencia suele oponer a que se le indiquen drogas
que actuarán sobre su conducta o su esfera emotiva, tanto más cuanto mayor es
la gravedad del cuadro que lo afecta. Muchos de ellos eluden el tratamiento
psiquiátrico precisamente por eso, prefiriendo concurrir a la consulta de un
psicólogo, aún en casos que por la intensidad de los síntomas requieren
indiscutiblemente ser medicados.
Son actitudes que
las percibe el psiquiatra en su consultorio, ya que si nos manejamos
exclusivamente con cifras estadísticas frías, desprovistas de un análisis
contextual, nos vamos a encontrar seguramente con que cuantitativamente los
psicofármacos constituyen una familia de productos que se consumen más que
cualquier otra. Es que la cifra de trastornos psíquicos se ha incrementado a
valores altísimos en los últimos tiempos, ya sea por cuadros psiquiátricos
puros o secundarios a enfermedades clínicas.
Y los
psicofármacos son quizás el aliado más cercano y al alcance de la mano que
encuentra el psiquiatra. Lástima que, para el paciente, en tiempos de crisis
económica como la que vive nuestro país, los productos de última generación son
casi prohibitivos por sus costos, lo que hace que sea difícil su utilización
masiva o que, en muchos casos, se ingieran en dosis subterapéuticas para que la
caja dure unos días más.
Pero, a no dudar,
que los psicofármacos prescriptos y controlados por un profesional
especialista, son los responsables de una gran revolución en el tratamiento
sintomático de los principales
desórdenes mentales, cuya erradicación definitiva también necesita del aporte
de un trabajo psicológico profundo.
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