Uno de los temas que apasionó mi búsqueda interior
desde el comienzo de mis investigaciones personales, fue la definición del
perfil del hombre de saber o de conocimiento. Al respecto, distintos maestros
que se han cruzado en mi camino, sea a través de su presencia física o la
lectura de sus obras, me han dejado una verdadera clase magistral de esa
psicología práctica que no responde a ninguna de las ortodoxias orientales u occidentales,
pero que tiene una validez eterna en el tiempo sin tiempo.
Creo que vale la pena comenzar aclarando que, cuando alguien se propone realmente aprender y
comenzar a transitar el camino hacia el conocimiento, nunca sabe a ciencia
cierta lo que va a encontrar. Los propósitos suelen ser vagos y las intenciones
ligadas a ellos no siempre gozan de la fuerza y las acciones necesarias. No
obstante lo cual, hay un aprendizaje básico que suele avanzar muy lentamente,
hasta que llega un momento en que aparece el primer enemigo.
Los grandes maestros no dudan
en considerar que el miedo es la primera barrera que se encuentra en la ruta
hacia el saber, un enemigo traicionero que está siempre a la espera y al
acecho. Incorporar un nuevo conocimiento implica, casi con seguridad, modificar
alguna estructura preestablecida, además de romper algún condicionamiento. Y
son muy pocos los que se atreven a ello. Por eso, una gran cantidad de personas
se quedan detenidas en el proceso del aprendizaje, ya que no se animan a
profundizarlo. Se buscan mecanismos racionales o lógicos para apartarse de algo
que crea incertidumbre y saca de posiciones cómodas.
El miedo casi siempre es
inconsciente, rara vez se reconoce, actúa a menudo simbólicamente, pero
paraliza el potencial de desarrollo del ser. Obviamente que, la formación
familiar y educativa que reciben millones de niños y adolescentes, los llevará
con mucho más certeza hacia el miedo que al conocimiento. Solo los grandes
atrevidos de la historia pusieron su coraje y su voluntad al servicio de su
ideal y pudieron vencer al miedo.
Como bien lo han expresado
grandes maestros de las religiones y las disciplinas espirituales, derrotar a
tal contrincante no es fácil. Por tal motivo, ninguno de ellos aconseja ni la huída ni la batalla, dejando
totalmente descolocado al “fight or fly” (luche o huya) de la filosofía
existencial norteamericana. El hombre debe plantarse ante el miedo y aguantarse
a si mismo, lleno de miedo, sin retirarse. Jamás hay que detenerse por el
miedo, aunque ello implique avanzar “muerto” de miedo. Con respeto y tolerancia
se puede lograr que el miedo sea el que se retire, de a poco y lentamente.
Entonces el individuo gana seguridad en si mismo y confianza, empezando a darse
cuenta que aprender puede ser una tarea aterradora, pero no necesariamente
paralizante. Cuando llega ese momento, el miedo ha sido vencido.
El hombre o mujer que
consiguió derrotar al miedo tiene ahora en sus manos un importantísimo
elemento: la claridad de sus propósitos y la fuerza de convicción para
llevarlos a cabo. Esa claridad es esencialmente mental y, según la mayoría de
los espiritualistas, puede convertirse en el segundo enemigo en el camino hacia
el conocimiento. Porque esa claridad cuando es muy fuerte ciega la conciencia y
la percepción induciendo al error, a un error que nunca será reconocido.
Es el hombre o mujer que
hace lo que se le antoja, simplemente porque cree que lo tiene todo claro, sin
darse cuenta de que ha caído en una ilusión. Y si bien la ilusión y la fantasía
son necesarias para llegar al conocimiento, están muy lejos de la esencia del
saber y terminan obnubilando las mentes. El individuo que se quede en esta
etapa será torpe para aprender, equivocará los pasos y los ritmos, para
terminar en la incapacidad y, lo que es peor, convencido de su capacidad. En
cambio, el que sepa manejar con prudencia la claridad mental que da vencer al
miedo, el que logre regular esa capacidad y sea consciente todavía de sus
limitaciones, habrá podido dar un paso más en su camino hacia el saber.
El tercer enemigo que se
encuentra en esta verdadera ruta interior de cada uno es el poder, ya que aquel
que haya podido salir airoso de las dos etapas anteriores, es decir que haya
vencido al miedo y aprendido a usar prudentemente su claridad mental, tendrá en
sus manos y en su mente un poder altamente peligroso. Ese poder, dicen los que
advierten, es el más temible de todos los enemigos, porque lo más fácil es
rendirse ante él. ¿Y de qué manera opera esa rendición? Pues haciéndole creer
al hombre que es invencible. Ejercer el mando, imponer reglas, convertir su
voluntad en ley, termina por hacer de ese hombre un esclavo de su poder. Tal
hombre, en lugar de ser sabio y respetado, será cruel y caprichoso. Habrá
perdido la batalla por el poder verdadero, que es el que legitima su autoridad.
Los
grandes sabios de la
Humanidad han señalado que:
“El hombre vencido por el poder y su importancia personal muere sin saber
realmente como manejarlo. El poder es solo una carga sobre su destino. Un
hombre así no tiene dominio sobre si mismo, ni puede decidir justamente como ni
cuando usar su poder”.
Los maestros elevados sobre
el nivel normal de la conciencia humana consideran que la única forma de vencer
al poder propio es desafiarlo con toda la intención, para aprender que ese
poder aparente que se ha conquistado nunca es propiedad exclusiva de quien lo
tiene. Solo así, con mucha mesura y respeto, se sabrá de que manera utilizar el poder y en que
circunstancias emplearlo. Quien alcance esa virtud habrá derrotado al tercer
gran enemigo del conocimiento.
La enorme sabiduría milenaria
transmitida por maestros de todas las épocas me han llevado a reconocer al
cuarto y definitivo enemigo, el más cruel, el implacable peor y el único
invencible: la vejez. La sentencia que nos deja la vida misma en su devenir
histórico, lo dice todo: “La vejez jamás podrá ser vencida por completo,
solamente podrá ahuyentarse por instantes”. El hombre viejo terminará
inexorablemente arrollado por la fatiga, convertido en una débil caricatura de
si mismo, deseoso de retirarse y convencido de que perderá, con la muerte, el
último asalto de un combate con resultado anticipado.
Pero, aún así, el verdadero
hombre de conocimiento, dicen las escrituras para meditar, tendrá momentos de
máxima grandeza y esplendor en los que podrá incluso ahuyentar transitoriamente
a su implacable enemigo. Son esos instantes de auténtica sabiduría acumulada a
lo largo de toda una vida, los que permitirán decir: “He aquí un hombre de
conocimiento”. Pero eso dura lo que un suspiro, aunque es suficiente. El deseo
de retirarse con la muerte vencerá siempre. Sin embargo, los últimos segundos
de lucidez y sabiduría, el instante previo a la Elevación, son los más
importantes de toda la existencia humana y los que permitirán diferenciar a un
hombre de conocimiento de otro que quedó varado ante cualquiera de los enemigos
intermedios, o que ni siquiera se animó a batallar contra el miedo, como la
mayoría de los mortales.
Dentro de la mayoría de las culturas
indígenas primitivas, llegar a ser un hombre de conocimiento implicaba un largo
camino de aprendizaje. Jamás podría ser una adquisición inmediata, ni una
gracia o dádiva otorgada por poderes sobrenaturales, sino por el contrario el
resultado final de un largo proceso. En ese contexto, cualquier individuo
podría intentar convertirse en hombre de conocimiento pero, en la práctica, son
los maestros y benefactores quienes seleccionan a sus aprendices. La tarea por
delante es muy larga y difícil, ya que el aprendizaje es una continua búsqueda
interminable, para lo cual hay una sola pauta de conducta que es inflexible y
pasa por poseer una intención rígida e inquebrantable. Solo una voluntad
estricta podrá soportar las pruebas inevitables de las que habrá que rendir
cuentas en este tortuoso camino.
Otro requisito fundamental
es la rectitud de juicio, algo mucho más profundo que el simple sentido común.
Convertirse en hombre de conocimiento implica una esforzada labor, para hacer
el esfuerzo, lograr eficacia y enfrentar el desafío. Como todo esto conlleva a una
lucha incesante, se lo ha comparado con la vida de un guerrero. Es una
autodisciplina regida por cuatro virtudes fundamentales: el respeto, el miedo,
la claridad de conciencia y la confianza en si mismo. Ser un guerrero no
significa necesariamente ir a una guerra, sino haber evaluado profundamente
todos los recursos propios para animarse a enfrentar lo desconocido. El
guerrero, pese al miedo, debe seguir con respeto el curso de las propias
acciones, porque solo enfrentándose al miedo podría uno conquistarlo.
Por último, el camino del
guerrero es un camino que debe ser seguido “de corazón”. Poner corazón
implica a priori hallar satisfacción y cumplimiento personal no solo al escoger
una alternativa viable sino al identificarse por entero con ella. En definitiva,
para llegar a ser un hombre de conocimiento se necesita no solo inteligencia y
predisposición, sino también una acción eficaz, presente, continua e
interminable.
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