miércoles, 19 de septiembre de 2012

Determinismo y Libertad


La inmensa mayoría de las personas que hoy son adultos entre 50 y 60 años de edad nació y se crió en un mundo plagado de consignas falsas. Una de ellas, que a mi particularmente se me grabó a fuego, fue la que sostenía de forma categórica que “querer no es poder”.
Se basaba en un materialismo a ultranza en el sentido de que, para obtener algo en la vida, lo único realmente válido eran las acciones que podían traducirse en logros concretos.
Se descalificaba, a priori, el valor o el poder de la intención y el deseo para depositar todas las expectativas positivas en una concatenación de hechos y actos en los que se ponía de manifiesto solamente la fuerza del trabajo al servicio de un objetivo claramente identificable.
Se tenía también, en los años de 1950 a 1960, un sentido superlativo del sacrificio personal, sin el cual no había éxito posible en la vida. También había una visión muy absolutista acerca de la inteligencia, enclavada en otra sentencia que hizo época: “Lo que Natura non da, Salamanca non presta”, como si el desarrollo de las capacidades intelectuales del ser humano estuvieran predeterminadas y no hubiera ninguna universidad capaz de auxiliar al que parecía menos dotado por la naturaleza.
Otros principios inmutables de aquellos años centralizaban en las circunstancias parte o gran parte del destino personal de cada uno. A veces, parecían darse condiciones brillantes de capacidades especiales en individuos determinados, pero hechos fortuitos o su propia realidad familiar hacía que todo eso quedara como congelado en el tiempo y luego se fuera desvaneciendo poco a poco, hasta no quedar ni rastros de virtudes o cualidades que, debidamente estimuladas y cultivadas, habrían cambiado la vida de tanta gente.
Otra característica de esa época era la resignación con que se aceptaban esos “designios superiores”, que eran casi siempre condenatorios con sentencia previa.
Cada tanto revivo en mi memoria un caso patético, porque me tocó muy de cerca. Recuerdo que tenía ocho años de edad, en 1957 y cursaba el tercer grado de la escuela primaria en una escuela pública de una pequeña población del interior de mi país..
Ese año se agregó al curso y al colegio un chico de nuestra misma edad, que venía de otra provincia diferente. Su madre era analfabeta, maníaca de la limpieza de la casa y de un nivel de razonamiento pobrísimo. El padre no había completado la escuela primaria, apenas sabía leer y escribir, trabajando como peón rural y ayudante en las máquinas cosechadoras.
Ese chico provocó un alboroto en la escuela desde el primer día que asistió a clase, fue a la biblioteca y sacó cinco libros, lo que hizo que sus compañeros del grado y alguno de los docentes dijeran: “es un marciano”. Y tal vez lo era.
Tenía una habilidad extraordinaria para las matemáticas, leía y aprendía con una facilidad increíble, lo que se traducía en sus calificaciones que eran excelentes.
A mi su presencia me cambió por completo la vida escolar porque yo era un chico que, con poco esfuerzo, había sido el mejor alumno en los grados inferiores y ahora me veía “destronado” por un Don Nadie. Sin embargo, a partir de este nuevo compañero de escuela se abrió en mi, de repente, un espíritu competitivo y de superación que ya no me abandonaría nunca más.
Pero, lo que hoy quiero destacar es lo que pasó con este chico genial, porque muy lejos estoy de creer que el suyo fue un caso aislado.
Terminó el ciclo de la enseñanza primaria, cosa que no habían podido hacer sus padres, a los 12 años de edad, con notas y calificaciones que eran una magnífica tarjeta de presentación para cualquier escuela o colegio secundario, público o privado.
No obstante sus padres decidieron, de común acuerdo, que este muchacho ya no tenía más nada que estudiar, habiendo completado el sexto grado del plan de estudios oficial, por lo que le negaron cualquier posibilidad de seguir avanzando en su aprendizaje y lo pusieron a trabajar, a los 13 años y por un mísero salario, en una imprenta donde lo que más se manejaba era material pornográfico.
No hubo nadie, absolutamente nadie, que hiciera nada por él para revertir esa situación de conformismo y de falta de objetivos a futuro. Ni una beca ni nada, pese a que todo el pueblo sabía que era un genio en potencia o, al menos, alguien con los conocimientos básicos para intentar serlo.
Nadie se conmovió en lo más mínimo porque sus circunstancias particulares y sus condiciones familiares no daban para más. Yo internamente me retorcía de rabia y de impotencia y fue entonces cuando, sumergido en un mar de lecturas que no me calmaban para nada, encontré esta frase que me quedó grabada para siempre: “En la vida de muchos seres humanos hay determinismos que hacen de la libertad y del libre albedrío nada más que una ilusión”.
En esos años de desdichas y frustraciones compartidas, el mundo comenzaba a sufrir cambios muy significativos y un ansia de rebeldía hacía sonar sus primeros acordes.
Justamente por entonces empezaba a valorarse y a comentarse la obra pionera en el desarrollo humano de un psicólogo, hijo de padres judíos de origen ruso, que encontró en los Estados Unidos el ambiente apropiado desde donde lanzar hacia el mundo sus nuevas ideas y concepciones.   
Abraham Maslow, recordado maestro de psicólogos y psiquiatras, fue mucho más que un cultor e impulsor del pensamiento humanístico, puesto que en su vasta obra dio a esas disciplinas un nuevo lenguaje conceptual cargado de neologismos, como “autorrealización”,“experiencias cumbre”, “jerarquía de necesidades”, “necesidades de la deficiencia” y “necesidades del ser”, entre otros.
Partiendo de un concepto tan simple y sencillo como que el conocimiento de la propia naturaleza es el conocimiento de la naturaleza humana en general, Maslow se detuvo en el estudio de lo que dio en llamar “personas virtuosas”, las describió y definió como “personas sanas” y las proyectó hacia lo que “puede ser” el ser humano en general.
Uno de sus principales aportes a la psicología contemporánea, el concepto de “autorrealización”, lo ligó directamente con otro de su propia creación, el de “experiencia cumbre”. Es lo que sentimos y tal vez “sabemos” cuando alcanzamos una auténtica cota como seres humanos. No se llega a ella por ningún proceso deliberado.
Una “experiencia cumbre” es una toma de conciencia de lo que “debería ser”, sin anhelos ni tensiones para que así sea. Es la fusión entre sujeto y objeto sin pérdida de subjetividad.
Una “experiencia cumbre” es como una extensión infinita de la subjetividad; es individualidad libre de aislamiento. Una experiencia tal es la base de la trascendencia. En contrapartida, Maslow consideró que la mayor parte, sino la totalidad, de la maldad en la vida humana, se debía a la ignorancia.
Para Maslow había dos formas de subir o llegar a un lugar difícil: Una, encadenando lógicamente los peldaños de una escalera imaginaria; la otra, “estando allá”, por encima de cualquier obstáculo o camino lleno de piedras, “viendo” desde un lugar sublime decenas de caminos alternativos para arribar a ese lugar. Es ser capaces de mirar en todas las direcciones sin tener que aferrarse con inseguridad a la escalera o el camino de la razón.
Una “experiencia cumbre” es precisamente “estar allí”, donde uno nunca pensó que pudiera estar, transitando el camino común de la vida. Pero, una cosa es “estar allí” y otra muy diferente es usar la aproximación lógica como un “ejercicio”.
Es probable que el Hombre se sienta rodeado de oscuridades; pues bien, habrá que transformar esas oscuridades en profundidades, que no son la misma cosa. En esto, es muy fácil sentirse perdido, pero hay una dinámica de las cualidades que irá poniendo la luz.
El modo de pensar de un hombre no puede separarse nunca de lo que ese hombre es. La psicología debe aceptar todo lo que la conciencia humana le entrega, incluso sus contradicciones y lo ilógico, los misterios, lo vago, lo ambiguo, lo arcaico, lo inconsciente y todos los otros aspectos difíciles de comunicar. Hay que mirar en todas las direcciones, sin rechazar ninguna posibilidad.
Las etapas iniciales del “conocimiento” nunca deberán juzgarse con los criterios derivados del conocimiento final. Se puede ser conductista, psicoanalista, psicólogo humanista o incluso pensar en una psicología de la trascendencia, pero la tarea más positiva para el estudioso es la de especular libremente, teorizar sin condicionamientos, apostar por sus “corazonadas”, seguir sus intuiciones e intentar extrapolar hacia el futuro.
El individuo creador debe luchar ante todo con sus conflictos internos, con sus temores, con sus “defensas”, contra la arrogancia y el orgullo. No debe temerle a los errores y tiene que estar plenamente “consciente de ser”. No hay que asustarse de las propias ideas ni de lo que no pueda comprobarse objetivamente, puesto que a la “verdad” no siempre se puede “verla”; a veces se siente o se presiente.
Desde ahí, no puede existir una ciencia pura, totalmente independiente y carente de valores fundamentales.Los valores personales, motivaciones y finalidades, intenciones y planes, son la base de la comprensión de cualquier hecho o suceso.
Las personas “autorrealizadas”, que han hecho un doble recorrido interior y exterior, son psicológicamente, para Maslow, las más sanas, las que tienen un mayor conocimiento y una mejor percepción. Por eso, las estadísticas generales basadas en un muestreo poblacional tienen una validez muy relativa, cuando se trata de valorar temas como hasta dónde llegará el potencial creativo de los seres humanos.
Las posibilidades máximas de la especie se han subestimado toda vez que se dejó de considerar el potencial básico que es similar para todos los seres.No existen los seres humanos, de acuerdo a la óptica de Maslow, dotados de poderes sobrenaturales.
Por el contrario, este autor consideró que una buena sociedad era aquella que podía promover el máximo desarrollo de los potenciales humanos, individuales y de conjunto.
Adelantándose muchos años a quienes predican actualmente el cimentar una civilización basada en el amor, Maslow afirmaba que, una forma de conocimiento muy sana, era el “conocimiento por amor”, porque el amor abre y desnuda las defensas, muestra en lugar de esconder.
Si amamos de verdad, decía este maestro, no nos sentiremos tentados a interferir, controlar o cambiar a nadie, sino que tendremos una actitud básica de respeto y comprensión.
Una persona que realmente ama a su prójimo no exige ni desea que este sea distinto de lo que es, sino que lo acepta como tal. El amor, afirmaba Maslow, es receptivo, percibe sin intromisión, sin manipulación y sin abstracción. Y concluía: “El amor es el camino más singular hacia las grandes verdades que desvelan a la Humanidad”.

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