La inmensa mayoría de las personas que
hoy son adultos entre 50 y 60 años de edad nació y se crió en un mundo plagado
de consignas falsas. Una de ellas, que a mi particularmente se me grabó a
fuego, fue la que sostenía de forma categórica que “querer no es poder”.
Se basaba en un materialismo a ultranza
en el sentido de que, para obtener algo en la vida, lo único realmente válido eran
las acciones que podían traducirse en logros concretos.
Se descalificaba, a priori, el valor o
el poder de la intención y el deseo para depositar todas las expectativas
positivas en una concatenación de hechos y actos en los que se ponía de
manifiesto solamente la fuerza del trabajo al servicio de un objetivo
claramente identificable.
Se tenía también, en los años de 1950 a 1960, un sentido
superlativo del sacrificio personal, sin el cual no había éxito posible en la
vida. También había una visión muy absolutista acerca de la inteligencia,
enclavada en otra sentencia que hizo época: “Lo que Natura non da, Salamanca
non presta”, como si el desarrollo de las capacidades intelectuales del ser
humano estuvieran predeterminadas y no hubiera ninguna universidad capaz de
auxiliar al que parecía menos dotado por la naturaleza.
Otros principios inmutables de aquellos
años centralizaban en las circunstancias parte o gran parte del destino
personal de cada uno. A veces, parecían darse condiciones brillantes de
capacidades especiales en individuos determinados, pero hechos fortuitos o su
propia realidad familiar hacía que todo eso quedara como congelado en el tiempo
y luego se fuera desvaneciendo poco a poco, hasta no quedar ni rastros de
virtudes o cualidades que, debidamente estimuladas y cultivadas, habrían
cambiado la vida de tanta gente.
Otra característica de esa época era la
resignación con que se aceptaban esos “designios superiores”, que eran casi
siempre condenatorios con sentencia previa.
Cada tanto revivo en mi memoria un caso
patético, porque me tocó muy de cerca. Recuerdo que tenía ocho años de edad, en
1957 y cursaba el tercer grado de la escuela primaria en una escuela pública de
una pequeña población del interior de mi país..
Ese año se agregó al curso y al colegio
un chico de nuestra misma edad, que venía de otra provincia diferente. Su madre
era analfabeta, maníaca de la limpieza de la casa y de un nivel de razonamiento
pobrísimo. El padre no había completado la escuela primaria, apenas sabía leer
y escribir, trabajando como peón rural y ayudante en las máquinas cosechadoras.
Ese chico provocó un alboroto en la
escuela desde el primer día que asistió a clase, fue a la biblioteca y sacó
cinco libros, lo que hizo que sus compañeros del grado y alguno de los docentes
dijeran: “es un marciano”. Y tal vez lo era.
Tenía una habilidad extraordinaria para
las matemáticas, leía y aprendía con una facilidad increíble, lo que se
traducía en sus calificaciones que eran excelentes.
A mi su presencia me cambió por completo
la vida escolar porque yo era un chico que, con poco esfuerzo, había sido el
mejor alumno en los grados inferiores y ahora me veía “destronado” por un Don
Nadie. Sin embargo, a partir de este nuevo compañero de escuela se abrió en mi,
de repente, un espíritu competitivo y de superación que ya no me abandonaría
nunca más.
Pero, lo que hoy quiero destacar es lo
que pasó con este chico genial, porque muy lejos estoy de creer que el suyo fue
un caso aislado.
Terminó el ciclo de la enseñanza
primaria, cosa que no habían podido hacer sus padres, a los 12 años de edad,
con notas y calificaciones que eran una magnífica tarjeta de presentación para
cualquier escuela o colegio secundario, público o privado.
No obstante sus padres decidieron, de
común acuerdo, que este muchacho ya no tenía más nada que estudiar, habiendo
completado el sexto grado del plan de estudios oficial, por lo que le negaron
cualquier posibilidad de seguir avanzando en su aprendizaje y lo pusieron a
trabajar, a los 13 años y por un mísero salario, en una imprenta donde lo que
más se manejaba era material pornográfico.
No hubo nadie, absolutamente nadie, que
hiciera nada por él para revertir esa situación de conformismo y de falta de
objetivos a futuro. Ni una beca ni nada, pese a que todo el pueblo sabía que
era un genio en potencia o, al menos, alguien con los conocimientos básicos
para intentar serlo.
Nadie se conmovió en lo más mínimo
porque sus circunstancias particulares y sus condiciones familiares no daban
para más. Yo internamente me retorcía de rabia y de impotencia y fue entonces
cuando, sumergido en un mar de lecturas que no me calmaban para nada, encontré
esta frase que me quedó grabada para siempre: “En la vida de muchos seres
humanos hay determinismos que hacen de la libertad y del libre albedrío nada
más que una ilusión”.
En esos años de desdichas y
frustraciones compartidas, el mundo comenzaba a sufrir cambios muy
significativos y un ansia de rebeldía hacía sonar sus primeros acordes.
Justamente por entonces empezaba a
valorarse y a comentarse la obra pionera en el desarrollo humano de un
psicólogo, hijo de padres judíos de origen ruso, que encontró en los Estados
Unidos el ambiente apropiado desde donde lanzar hacia el mundo sus nuevas ideas
y concepciones.
Abraham Maslow, recordado maestro de psicólogos y psiquiatras, fue mucho más que
un cultor e impulsor del pensamiento humanístico, puesto que en su vasta obra
dio a esas disciplinas un nuevo lenguaje conceptual cargado de neologismos,
como “autorrealización”,“experiencias cumbre”, “jerarquía de
necesidades”, “necesidades de la deficiencia” y “necesidades del ser”,
entre otros.
Partiendo de un concepto tan simple y sencillo como que el
conocimiento de la propia naturaleza es el conocimiento de la naturaleza humana
en general, Maslow se detuvo en el estudio de lo que dio en llamar “personas
virtuosas”, las describió y definió como “personas sanas” y las proyectó hacia
lo que “puede ser” el ser humano en general.
Uno de sus principales aportes a la psicología contemporánea, el
concepto de “autorrealización”, lo ligó directamente con otro de
su propia creación, el de “experiencia cumbre”. Es lo que sentimos y tal
vez “sabemos” cuando alcanzamos una auténtica cota como seres humanos. No se
llega a ella por ningún proceso deliberado.
Una “experiencia cumbre” es una toma de conciencia
de lo que “debería ser”, sin anhelos ni tensiones para que así sea. Es la
fusión entre sujeto y objeto sin pérdida de subjetividad.
Una “experiencia cumbre” es como una extensión
infinita de la subjetividad; es individualidad libre de aislamiento. Una
experiencia tal es la base de la trascendencia. En contrapartida, Maslow
consideró que la mayor parte, sino la totalidad, de la maldad en la vida
humana, se debía a la ignorancia.
Para Maslow había dos formas de subir o llegar a un lugar difícil:
Una, encadenando lógicamente los peldaños de una escalera imaginaria; la otra, “estando
allá”, por encima de cualquier obstáculo o camino lleno de piedras, “viendo”
desde un lugar sublime decenas de caminos alternativos para arribar a ese
lugar. Es ser capaces de mirar en todas las direcciones sin tener que aferrarse
con inseguridad a la escalera o el camino de la razón.
Una “experiencia cumbre” es precisamente “estar allí”,
donde uno nunca pensó que pudiera estar, transitando el camino común de la
vida. Pero, una cosa es “estar allí” y otra muy diferente es usar la aproximación
lógica como un “ejercicio”.
Es probable que el Hombre se sienta rodeado de oscuridades; pues
bien, habrá que transformar esas oscuridades en profundidades, que no son la
misma cosa. En esto, es muy fácil sentirse perdido, pero hay una dinámica de
las cualidades que irá poniendo la luz.
El modo de pensar de un hombre no puede separarse nunca de lo que
ese hombre es. La psicología debe aceptar todo lo que la conciencia humana le
entrega, incluso sus contradicciones y lo ilógico, los misterios, lo vago, lo
ambiguo, lo arcaico, lo inconsciente y todos los otros aspectos difíciles de
comunicar. Hay que mirar en todas las direcciones, sin rechazar ninguna
posibilidad.
Las etapas iniciales del “conocimiento” nunca deberán
juzgarse con los criterios derivados del conocimiento final. Se puede ser
conductista, psicoanalista, psicólogo humanista o incluso pensar en una
psicología de la trascendencia, pero la tarea más positiva para el estudioso es
la de especular libremente, teorizar sin condicionamientos, apostar por sus “corazonadas”,
seguir sus intuiciones e intentar extrapolar hacia el futuro.
El individuo creador debe luchar ante todo con sus conflictos
internos, con sus temores, con sus “defensas”, contra la arrogancia y el
orgullo. No debe temerle a los errores y tiene que estar plenamente
“consciente de ser”. No hay que asustarse de las propias ideas ni de lo que
no pueda comprobarse objetivamente, puesto que a la “verdad” no siempre
se puede “verla”; a veces se siente o se presiente.
Desde ahí, no puede existir una ciencia pura, totalmente
independiente y carente de valores fundamentales.Los valores personales,
motivaciones y finalidades, intenciones y planes, son la base de la comprensión
de cualquier hecho o suceso.
Las personas “autorrealizadas”, que han hecho un
doble recorrido interior y exterior, son psicológicamente, para Maslow, las más
sanas, las que tienen un mayor conocimiento y una mejor percepción. Por eso,
las estadísticas generales basadas en un muestreo poblacional tienen una
validez muy relativa, cuando se trata de valorar temas como hasta dónde llegará
el potencial creativo de los seres humanos.
Las posibilidades máximas de la especie se han subestimado toda
vez que se dejó de considerar el potencial básico que es similar para todos los
seres.No existen los seres humanos, de acuerdo a la óptica de Maslow, dotados
de poderes sobrenaturales.
Por el contrario, este autor consideró que una buena sociedad era
aquella que podía promover el máximo desarrollo de los potenciales humanos,
individuales y de conjunto.
Adelantándose muchos años a quienes predican actualmente el
cimentar una civilización basada en el amor, Maslow afirmaba que, una
forma de conocimiento muy sana, era el “conocimiento por amor”,
porque el amor abre y desnuda las defensas, muestra en lugar de esconder.
Si amamos de verdad, decía este maestro, no nos sentiremos
tentados a interferir, controlar o cambiar a nadie, sino que tendremos una
actitud básica de respeto y comprensión.
Una persona que realmente ama a su prójimo no exige ni desea que
este sea distinto de lo que es, sino que lo acepta como tal. El amor, afirmaba
Maslow, es receptivo, percibe sin intromisión, sin manipulación y sin
abstracción. Y concluía: “El amor es el camino más singular hacia las
grandes verdades que desvelan a la
Humanidad”.
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