martes, 18 de septiembre de 2012

Reflexiones sobre el YO y el SER


Son dos cosas muy diferentes. La mayoría de las personas vive pendiente del Yo,  sin siquiera tomar conocimiento de que, en la profundidad de su mente, anida el Ser verdadero, para muchos, el desconocido que habita en él.
La posibilidad de comprender esta característica de los seres humanos, es decir saber que existe un yo como instancia puramente psíquica y material de esta vida, cubriendo u ocultando una esencia mucho más espiritual, como es el ser, es algo que por mucho tiempo no estuvo al alcance de una enorme cantidad de personas.
Solamente en los últimos 20 años, al menos en Occidente, se empezó a tomar conciencia de lo que significaban una y otra instancia, cuando se extendieron por el mundo europeo y americano ciertos conceptos tomados de la psicología hindú, o empezaron a trascender la prédica y las obras de pensadores provenientes de Oriente, al menos en su origen étnico.
Los estudios psicológicos y psiquiátricos convencionales solamente repararon en el yo y en su manifestación visible, la conducta humana. Cuando Sigmund Freud empezó a referirse al inconsciente y trató de explicar que la mayoría de las patologías mentales tenían que ver con cosas que no estaban al alcance de la conciencia vigil, o del pensamiento puramente lógico y racional, encontró muchas más resistencias que adhesiones.
No obstante lo cual, el gran maestro vienés despertó muchas inteligencias en un sentido no muy explorado por los estudios sistemáticos, dando lugar a una respetable sucesión de discípulos que fueron incluso mucho más allá que su maestro, ganándose incluso la ira y el descontento de éste.
Pero no fueron los psicoanalistas sino los pensadores orientales quienes establecieron la verdadera revolución psicológica de los últimos tiempos, haciendo ver que con sus técnicas milenarias de autoconocimiento y desarrollo de sus potencialidades había toda una dimensión interna de la conciencia que no estaba a la vista de los ojos, pero que se manifestaba de mil maneras distintas.
Estas sutiles diferencias psicológicas deben ser analizadas, descubiertas y esclarecidas, para que cada uno encuentre su verdadero camino hacia el logro de los objetivos vitales.
De repente y, sin saber por qué, cualquiera puede hacer un súbito avance en el conocimiento de si mismo, o en la toma de su autoconciencia. Pero, cuando ello ocurre así, espontáneamente, el efecto dura muy poco. Aunque el momento sea realmente increíble en intensidad y claridad, pasa con celeridad sin producir transformaciones profundas ni duraderas.
Las fuerzas que sostienen el mundo de los objetos materiales regresan con renovada tenacidad: la inercia, el miedo, la atracción de los viejos hábitos, todo nos “aconseja” seguir en donde estamos.
Ocurre que se plantea una gran duda existencial entre dos caminos paralelos o simultáneos, que muchos se empeñan en hacer aparecer como antagónicos: la vida cotidiana plagada de situaciones y problemas que solo se reflejan y solucionan en un marco material por excelencia y todo lo que tiene que ver con una espiritualidad que ya no es simplemente la fe que nos enseñaron en cualquiera de las iglesias institucionalizadas, sino una fe que brota de lo más profundo del ser, como un legado que todo viviente posee porque su Dios, su Madre Naturaleza, o la Divinidad que uno prefiera, hizo que esa fuerza fundamental fuera parte de lo vital que no se ve, pero se siente.
¿Quién sabe lo que puede llegar a traer lo desconocido? Un ser completamente nuevo, quizás. ¿Podría o se animaría a sobrevivir en el duro mundo de la realidad material?. El miedo a lo desconocido no solo nos acompaña desde siempre, sino que nos fue inculcado y enseñado como una de las grandes verdades, que el paso del tiempo demostró tenían más de falacia que de cierto.
Nadie nos alertó acerca de que la vida humana era un transcurrir en medio de la incertidumbre, un permanente no saber qué es lo que puede ocurrir o lo que va a pasar mañana. Como bien lo predica ese gran sabio y maestro hindú, Deepak Chopra, debiéramos aprender, desde niños, a vivir en la felicidad de la incertidumbre.
Pero, para ello, tendríamos que ser educados, desde la cuna, en la seguridad interior y no en la inseguridad y el miedo. Desde niños nos vienen enseñando a no ser demasiado sensibles, ni demasiado abiertos, por el temor a convertirnos en personas muy vulnerables. De ese modo, se instala dentro de nosotros un conflicto muy preocupante: la lucha entre el amor y el poder, la batalla entre lo que sentimos y lo que tenemos.
Erich Fromm, el genial psicólogo contemporáneo, en su última obra del año 1970, lo planteó en términos muy claros: “¿Tener o ser?”. ¿Y qué hacemos? Empezamos a “dibujar” el amor, a “sublimar” el amor, a hacer sublime y aceptable lo “prohibido”. Y le damos formas muy especiales, una de ellas la compasión.
La compasión es una forma “permitida”  del amor. Toma a los otros como son, sin juzgarlos, sin sensación de superioridad. Por lo tanto, es la sensación a la que el ser se adapta con más facilidad. Por otra parte, la compasión es verdad y ese es su gran atractivo.
La compasión se encuentra en el núcleo de la naturaleza humana para encubrir lo que, de otra manera, llamaríamos egoísmo. La psicología moderna trata al egoísmo como uno de los impulsos fundamentales del carácter humano. Sin embargo, la compasión es solo una de las caras visibles y “autorizadas” del amor humano.
El amor es primario y la compasión es secundaria. Cuando aparece el amor, sin restricciones ni barreras, aunque sea apenas por un instante, es el verdadero ser el que aparece, como el sol entre las nubes. El amor en si es eterno, todas las otras formas que adquiere son pasajeras, son giros o volteretas que da la mente dentro del yo (con minúscula), o sea el ser pequeño, limitado y temeroso.
Es muy difícil demostrar esto, pero el amor es recibido con alivio y júbilo cuando se lo da sinceramente, sin máscaras ni reproches, desde el Yo (con mayúscula) verdadero.
Es importante perseguir el sentido de la esperanza y buscarlo en la conciencia. Es algo así como un tanteo de inquietos sentimientos en lo más recóndito del cuerpo. Es un anhelo positivo en si mismo que tiene que ver con lo que se llama experiencias cumbres, es decir una de esas generalizaciones de los mejores momentos del ser humano. Vale la pena descubrir que tales sensaciones provienen de vivencias muy profundas, como los instantes de inspiración, los intercambios de amor intenso y maduro, las  gratificaciones sexuales de entrega y plenitud totales.
Sin duda, el principal componente de nuestras experiencias cumbres de vida son las emociones: la emoción por la verdad, la belleza y la bondad. En última instancia, el mejor modo que una persona tiene de averiguar lo que realmente puede hacer, es descubrir quien es y que es, porque el camino hacia las decisiones importantes pasa por “lo que se es”, por el descubrimiento de la verdad, realidad y naturaleza de la propia persona.
Cuanto más conoce uno su vida interior, sus más íntimos deseos, su temperamento y su personalidad, lo que en el fondo se busca y se anhela, lo que más satisface, tanto más sencillas serán las elecciones de valor que uno haga.
Ser y devenir existen simultáneamente, el uno junto al otro.
Viajar puede ser un placer en si mismo, no necesita ser un medio para un fin. El logro de la identidad, autenticidad y auto-relación, no supone ciertamente la solución automática de todos nuestros dilemas interiores, pero una persona que los vea con claridad puede afrontarlos mucho mejor. La vía o el camino es uno solo: el encuentro con el amor del ser.
Descubre entonces quien eres y llega a ser lo quieres ser, el cielo existe ya, diría Wayne Dyer. El Yo, hacia el cual queremos ir, vive en un sentido muy real. Solo nos queda saber descubrirlo y darle nosotros mismos (y no los otros, o nadie por nosotros)  su propia vida. La búsqueda de aprobación en los demás es otro de los elementos que nos aparta de nuestro propio camino individual. Nadie necesita imprescindiblemente el reconocimiento ajeno para afianzar su propia personalidad y desarrollar sus propias potencialidades.
“Cree en ti mismo y serás invencible”, dice un antiquísimo proverbio oriental. Pero para creer en uno mismo primero hay que haberse identificado con uno mismo y no buscar una identificación fuera del ser personal.
El punto de partida es el Yo, porque una relación correcta con el Yo es primordial y de allí provienen todas las relaciones correctas posibles con nuestros semejantes. El Yo debe conservar la modestia, sean cuales fueren sus méritos. El Yo debe ser amable, leal y moderado, pues solo así su forma de vida estará verdaderamente encaminada.
El Yo debe estar en el mundo, pero sin adoptar una postura cerrada, rígida, estrecha o crítica. El Yo debe mostrarse receptivo por igual a los impulsos que fluyen del interior del ser y del mundo exterior.
El Yo debe procurar vivir la vida ordinaria de un modo extraordinario. El Yo no debe olvidarse nunca de lo que llega a ser y luego pasa. El Yo debe concentrar su atención en lo que permanece, en lo eterno, en lo que nunca cambia, en lo inmutable. Eso es lo mínimo que se le debe exigir al Yo.
Cuando el Yo está en un momento de gran crecimiento o de expansión, debe concentrarse en la rectificación del camino de la vida porque, por regla natural, todo gran progreso debe ser precedido y seguido de grandes rectificaciones.
Nunca es el momento de ir haciendo méritos para obtener el reconocimiento ajeno.
Tampoco hay que concentrarse exclusivamente en los resultados; al contrario, hay que conformarse con realizar la diaria tarea por la tarea en si misma. A este respecto, encontrarán más problemas aquellos que siempre tienen la vista puesta en un objetivo, que quienes no se hayan olvidado de jugar y sean más capaces de trabajar simplemente por su amor al trabajo.
En “Las siete leyes espirituales del éxito”, Deepak Chopra le llama “la ley del desapego” al hecho fundamental de poder experimentar la vida independientemente de los resultados concretos que se obtengan de las acciones realizadas.
Considera importantísimo el hecho de poder expresarse y manifestar el potencial de cada uno, sin estar pendiente del resultado, desapegándose de esa relación que causa tanto daño, a partir de la antinomia éxito-fracaso.
En ello estriba el secreto de experimentar un verdadero presente. Si te abren el Yo por la mitad, que se vea reflejada en su interior la imagen de la alegría. El Yo siempre deberá tener la acrobática energía del equilibrista y el trapecista. El Yo ha de proporcionar equilibrio al yo: conócete a ti mismo y no cometas excesos. Con estas palabras debería empezar el alfabeto de una vida sana.


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