Son dos cosas muy diferentes. La
mayoría de las personas vive pendiente del Yo, sin siquiera tomar conocimiento de que, en la
profundidad de su mente, anida el Ser verdadero, para muchos, el desconocido
que habita en él.
La posibilidad de comprender esta
característica de los seres humanos, es decir saber que existe un yo como
instancia puramente psíquica y material de esta vida, cubriendo u ocultando una
esencia mucho más espiritual, como es el ser, es algo que por mucho tiempo no
estuvo al alcance de una enorme cantidad de personas.
Solamente en los últimos 20 años, al
menos en Occidente, se empezó a tomar conciencia de lo que significaban una y
otra instancia, cuando se extendieron por el mundo europeo y americano ciertos
conceptos tomados de la psicología hindú, o empezaron a trascender la prédica y
las obras de pensadores provenientes de Oriente, al menos en su origen étnico.
Los estudios psicológicos y
psiquiátricos convencionales solamente repararon en el yo y en su manifestación
visible, la conducta humana. Cuando Sigmund Freud empezó a referirse al
inconsciente y trató de explicar que la mayoría de las patologías mentales
tenían que ver con cosas que no estaban al alcance de la conciencia vigil, o
del pensamiento puramente lógico y racional, encontró muchas más resistencias
que adhesiones.
No obstante lo cual, el gran maestro
vienés despertó muchas inteligencias en un sentido no muy explorado por los
estudios sistemáticos, dando lugar a una respetable sucesión de discípulos que
fueron incluso mucho más allá que su maestro, ganándose incluso la ira y el
descontento de éste.
Pero no fueron los psicoanalistas
sino los pensadores orientales quienes establecieron la verdadera revolución
psicológica de los últimos tiempos, haciendo ver que con sus técnicas
milenarias de autoconocimiento y desarrollo de sus potencialidades había toda
una dimensión interna de la conciencia que no estaba a la vista de los ojos,
pero que se manifestaba de mil maneras distintas.
Estas sutiles diferencias
psicológicas deben ser analizadas, descubiertas y esclarecidas, para que cada
uno encuentre su verdadero camino hacia el logro de los objetivos vitales.
De repente y, sin saber por qué, cualquiera puede
hacer un súbito avance en el conocimiento de si mismo, o en la toma de su
autoconciencia. Pero, cuando ello ocurre así, espontáneamente, el efecto dura
muy poco. Aunque el momento sea realmente increíble en intensidad y claridad,
pasa con celeridad sin producir transformaciones profundas ni duraderas.
Las fuerzas que sostienen el mundo de los objetos
materiales regresan con renovada tenacidad: la inercia, el miedo, la atracción
de los viejos hábitos, todo nos “aconseja” seguir en donde estamos.
Ocurre que se plantea una gran duda existencial entre
dos caminos paralelos o simultáneos, que muchos se empeñan en hacer aparecer
como antagónicos: la vida cotidiana plagada de situaciones y problemas que solo
se reflejan y solucionan en un marco material por excelencia y todo lo que
tiene que ver con una espiritualidad que ya no es simplemente la fe que nos
enseñaron en cualquiera de las iglesias institucionalizadas, sino una fe que
brota de lo más profundo del ser, como un legado que todo viviente posee porque
su Dios, su Madre Naturaleza, o la
Divinidad que uno prefiera, hizo que esa fuerza fundamental
fuera parte de lo vital que no se ve, pero se siente.
¿Quién sabe lo que puede llegar a traer lo
desconocido? Un ser completamente nuevo, quizás. ¿Podría o se animaría a
sobrevivir en el duro mundo de la realidad material?. El miedo a lo desconocido
no solo nos acompaña desde siempre, sino que nos fue inculcado y enseñado como
una de las grandes verdades, que el paso del tiempo demostró tenían más de
falacia que de cierto.
Nadie nos alertó acerca de que la vida humana era un
transcurrir en medio de la incertidumbre, un permanente no saber qué es lo que
puede ocurrir o lo que va a pasar mañana. Como bien lo predica ese gran sabio y
maestro hindú, Deepak Chopra, debiéramos aprender, desde niños, a vivir en la
felicidad de la incertidumbre.
Pero, para ello, tendríamos que ser educados, desde la
cuna, en la seguridad interior y no en la inseguridad y el miedo. Desde niños
nos vienen enseñando a no ser demasiado sensibles, ni demasiado abiertos, por
el temor a convertirnos en personas muy vulnerables. De ese modo, se instala
dentro de nosotros un conflicto muy preocupante: la lucha entre el amor y el
poder, la batalla entre lo que sentimos y lo que tenemos.
Erich Fromm, el genial psicólogo contemporáneo, en su
última obra del año 1970, lo planteó en términos muy claros: “¿Tener o ser?”. ¿Y
qué hacemos? Empezamos a “dibujar” el amor, a “sublimar” el amor, a hacer
sublime y aceptable lo “prohibido”. Y le damos formas muy especiales, una de
ellas la compasión.
La compasión es una forma “permitida” del amor. Toma a los otros como son, sin
juzgarlos, sin sensación de superioridad. Por lo tanto, es la sensación a la
que el ser se adapta con más facilidad. Por otra parte, la compasión es verdad
y ese es su gran atractivo.
La compasión se encuentra en el núcleo de la
naturaleza humana para encubrir lo que, de otra manera, llamaríamos egoísmo. La
psicología moderna trata al egoísmo como uno de los impulsos fundamentales del
carácter humano. Sin embargo, la compasión es solo una de las caras visibles y
“autorizadas” del amor humano.
El amor es primario y la compasión es secundaria.
Cuando aparece el amor, sin restricciones ni barreras, aunque sea apenas por un
instante, es el verdadero ser el que aparece, como el sol entre las nubes. El
amor en si es eterno, todas las otras formas que adquiere son pasajeras, son
giros o volteretas que da la mente dentro del yo (con minúscula), o sea el ser
pequeño, limitado y temeroso.
Es muy difícil demostrar esto, pero el amor es
recibido con alivio y júbilo cuando se lo da sinceramente, sin máscaras ni
reproches, desde el Yo (con mayúscula) verdadero.
Es importante perseguir el sentido de la esperanza y
buscarlo en la conciencia. Es algo así como un tanteo de inquietos sentimientos
en lo más recóndito del cuerpo. Es un anhelo positivo en si mismo que tiene que
ver con lo que se llama experiencias cumbres, es decir una de esas
generalizaciones de los mejores momentos del ser humano. Vale la pena descubrir
que tales sensaciones provienen de vivencias muy profundas, como los instantes
de inspiración, los intercambios de amor intenso y maduro, las gratificaciones sexuales de entrega y
plenitud totales.
Sin duda, el principal componente de nuestras
experiencias cumbres de vida son las emociones: la emoción por la verdad, la
belleza y la bondad. En última instancia, el mejor modo que una persona tiene
de averiguar lo que realmente puede hacer, es descubrir quien es y que es,
porque el camino hacia las decisiones importantes pasa por “lo que se es”, por
el descubrimiento de la verdad, realidad y naturaleza de la propia persona.
Cuanto más conoce uno su vida interior, sus más
íntimos deseos, su temperamento y su personalidad, lo que en el fondo se busca
y se anhela, lo que más satisface, tanto más sencillas serán las elecciones de
valor que uno haga.
Ser y devenir existen simultáneamente, el uno junto al
otro.
Viajar puede ser un placer en si mismo, no necesita
ser un medio para un fin. El logro de la identidad, autenticidad y
auto-relación, no supone ciertamente la solución automática de todos nuestros
dilemas interiores, pero una persona que los vea con claridad puede afrontarlos
mucho mejor. La vía o el camino es uno solo: el encuentro con el amor del ser.
Descubre entonces quien eres y llega a ser lo quieres
ser, el cielo existe ya, diría Wayne Dyer. El Yo, hacia el cual queremos ir,
vive en un sentido muy real. Solo nos queda saber descubrirlo y darle nosotros
mismos (y no los otros, o nadie por nosotros)
su propia vida. La búsqueda de aprobación en los demás es otro de los
elementos que nos aparta de nuestro propio camino individual. Nadie necesita
imprescindiblemente el reconocimiento ajeno para afianzar su propia
personalidad y desarrollar sus propias potencialidades.
“Cree en ti mismo y serás invencible”, dice un
antiquísimo proverbio oriental. Pero para creer en uno mismo primero hay que
haberse identificado con uno mismo y no buscar una identificación fuera del ser
personal.
El punto de partida es el Yo, porque una relación
correcta con el Yo es primordial y de allí provienen todas las relaciones
correctas posibles con nuestros semejantes. El Yo debe conservar la modestia,
sean cuales fueren sus méritos. El Yo debe ser amable, leal y moderado, pues
solo así su forma de vida estará verdaderamente encaminada.
El Yo debe estar en el mundo, pero sin adoptar una
postura cerrada, rígida, estrecha o crítica. El Yo debe mostrarse receptivo por
igual a los impulsos que fluyen del interior del ser y del mundo exterior.
El Yo debe procurar vivir la vida ordinaria de un modo
extraordinario. El Yo no debe olvidarse nunca de lo que llega a ser y luego
pasa. El Yo debe concentrar su atención en lo que permanece, en lo eterno, en
lo que nunca cambia, en lo inmutable. Eso es lo mínimo que se le debe exigir al
Yo.
Cuando el Yo está en un momento de gran crecimiento o
de expansión, debe concentrarse en la rectificación del camino de la vida
porque, por regla natural, todo gran progreso debe ser precedido y seguido de
grandes rectificaciones.
Nunca es el momento de ir haciendo méritos para
obtener el reconocimiento ajeno.
Tampoco hay que concentrarse exclusivamente en los
resultados; al contrario, hay que conformarse con realizar la diaria tarea por
la tarea en si misma. A este respecto, encontrarán más problemas aquellos que
siempre tienen la vista puesta en un objetivo, que quienes no se hayan olvidado
de jugar y sean más capaces de trabajar simplemente por su amor al trabajo.
En “Las siete leyes espirituales del éxito”, Deepak
Chopra le llama “la ley del desapego” al hecho fundamental de poder
experimentar la vida independientemente de los resultados concretos que se
obtengan de las acciones realizadas.
Considera importantísimo el hecho de poder expresarse
y manifestar el potencial de cada uno, sin estar pendiente del resultado,
desapegándose de esa relación que causa tanto daño, a partir de la antinomia
éxito-fracaso.
En ello estriba el secreto de experimentar un
verdadero presente. Si te abren el Yo por la mitad, que se vea reflejada en su
interior la imagen de la alegría. El Yo siempre deberá tener la acrobática
energía del equilibrista y el trapecista. El Yo ha de proporcionar equilibrio
al yo: conócete a ti mismo y no cometas excesos. Con estas palabras debería
empezar el alfabeto de una vida sana.
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